@revistapurgante

Entre la nada y la pena elijo la pena, escribió William Faulkner. Querida Ángela: te escribo para saber de ti. Para saber de la ausencia, el olvido y el silencio. Para decirte que echo de menos tu voz. Te escribo para hablarte de mi vida sin tu presencia en la lejanía. De la noche cálida en la que dibujo estas líneas en una terraza del Mediterráneo. Te escribo para hablarte de los días mediocres, de los días sin nadie. De paseos solitarios por la orilla del mar. De visiones espléndidas que se traducen en vacío. Y del vacío del humo: de la droga de la nicotina traspasando mis nervios.

Te escribo porque estoy leyendo un libro que me recuerda a nosotros: Los días perfectos. Una novela epistolar de Jacobo Bergareche. La trama de la obra es sencilla: un joven periodista, casado y padre de dos hijas, es enviado a Austin para hacer un reportaje. Allí, en un congreso de escritores, tendrá una aventura con una arquitecta mexicana que se repetirá el verano siguiente. La tercera vez que van a encontrarse, ella le envía un mensaje: “Por favor, ya no me escribas más. Dejémoslo aquí, quedémonos con el recuerdo”. Solo y desnortado en la capital norteamericana, el periodista descubre al azar -en una universidad- las cartas que William Faulkner le escribió a Meta Carpenter. Y, a partir de esa lectura, comienza a reconstruir los días vividos con su amante y a repasar la relación con su mujer. De esta manera, decide escribir una carta de amor a cada una de ellas. Si la primera expresa la pasión de los encuentros clandestinos y el desencanto tras el adiós, la segunda constata el deterioro al que se ven abocadas las relaciones matrimoniales. Mezcla de humor y afectación, relato entre la memoria y el ensayo, el libro plantea al lector esta pregunta: ¿cuántos días perfectos has vivido a lo largo de tu vida?

Todos buscamos días perfectos. Yo he vivido una mañana y una noche perfectas contigo. Pequeños momentos de gloria: todos ellos en los seis o siete días que nos hemos visto. El protagonista del libro le escribe a su amor perdido: “Ya se sabe que los recuerdos que no se apoyan en imágenes, ni palabras, ni objetos se deshacen poco a poco en la memoria”. Y piensa en el último beso de ambos, en el mensaje final de ella: “Adiós. Te quiero”. Yo pienso en tu silencio obstinado y en nuestro último abrazo. Y te confieso que entre las páginas del libro llevo la fotografía que nos hicieron juntos antes de separarnos. “¿Nos volveremos a ver?”, preguntaste. Esa duda se hizo afirmación aquella misma noche cuando, después de conversar durante tres horas -ya desde la distancia- me dijiste: “Un beso: un beso de ayer”.

Los días perfectos contiene dos extensas cartas, una herida y el eco de la correspondencia privada de otro escritor. La obraexplora en los laberintos del azar y la casualidad, en la posibilidad de que las cosas hermosas no se repitan. Vivir es eso: asumir las imperfecciones, las rupturas, las promesas rotas. ¿Quién sabe si el último beso que le damos a alguien será el último beso que le demos? ¿Quién se despide de un amigo con la certeza absoluta de un próximo encuentro? Después del adiós, Faulkner le escribe a su amante: “Sueño mucho contigo. Al principio pensé que demasiado, a veces me aterraba dormir, o despertarme. Pero ya no es doloroso. Quiero decir, no es que sea menos doloroso, pero ahora ya sé que el dolor es la parte inevitable; que el dolor es lo único con lo que puedes quedarte; que lo valioso es lo que has perdido”. Nada es casual y todo es casual y mañana no existe. No fue casual que tú llegaras a mí como una sorpresa inesperada, que yo llegara a tus brazos como un regalo impensable. En nuestra última conversación dijimos que teníamos que vernos. Hablamos de la posibilidad de encontrarnos un día en Granada: un viaje en solitario que ambos habíamos hecho con diez años de diferencia. Tú siguiendo los pasos de Lorca, yo los de Javier Egea.

Hace poco encontré un poema tuyo -que publicaste aquellos días- que hablaba de nosotros. “Bajo el arco de medio punto, solo somos dos cuerpos hechos de soledades, versos de Vilariño, a ratos enamorados”. Pienso que algo bueno nos regalamos: una pequeña noche feliz, unas horas de intimidad compartida, el recuerdo de haber leído en otros ojos un fragmento de nuestras vidas. “Ya no me lleva hacia ti ningún aire de posesión o cosa semejante. Ya solo pretendo desde cualquier distancia que me cuentes, a veces, algo de ti”, escribe Javier Egea. Eso quiero. Solamente. Después de la ternura y los abrazos y los besos, dijiste: “Vamos a dejarlo aquí: para no hacernos daño”. Ha pasado el tiempo y no te olvido. Haber vivido es haber perdido. Elijo la pena: la mediocridad de los días imperfectos. Y la espina de la nostalgia: la verdadera razón que me lleva a escribirte estas palabras.

Con mi mejor amor: Íñigo Linaje.