Hace poco más de seis meses me encontraba en el estadio Cuauhtémoc, alentando al Atlas de Guadalajara en su primera incursión a cuartos de final desde hacía cuatro años. Todo pintaba para ser un día de fiesta rojinegra. Conocí en la tribuna a un grupo que venía desde Los Angeles a alentar a nuestra escuadra. Sin embargo, aquel día Diego Cocca metió el Coccamión muy pronto, Puebla nos empató y nos eliminó por posición en la tabla. Una vez más nos fuimos a casa con las manos vacías.
El Atlas es todo un caso de estudio. Es un histórico con más de cien años. Uno de los clubes más populares del país y el más seguido en la Perla de Occidente, por encima del archirrival de la ciudad, las Chivas, con el cual disputa el derby más añejo y pasional del país: el Clásico Tapatío. Sin embargo, desde que se profesionalizó el futbol mexicano el Atlas solo cuenta en sus vitrinas con un campeonato de liga, conseguido hace 70 años, en el lejano 1951. La afición rojinegra ha sufrido por décadas de todo, incluyendo tres descensos a segunda división. Su esencia es la angustia. Cada segundo se vive “a lo Atlas”, con la sensación permanente de que se avecina una tragedia. De no ser por su fanaticada es probable que en sus momentos más bajos, cerca de la quiebra, el equipo ya hubiera desaparecido. No es coincidencia que por eso toda la gente nos llama La Fiel. Como el Atlas no hay dos en México y muy pocos en el mundo.
Cuando me preguntan que por qué le voy al Atlas la respuesta es la de todo atlista: “Si te lo explico no lo entenderías”. Nosotros no somos el Cruz Azul que llora finales perdidas porque no solemos llegar a esas instancias. Nuestro amor por la Academia trasciende un simple resultado, es un amor desinteresado que no se alimenta de trofeos arrumbados detrás de una vitrina. Es un amor profundo y sincero. El Atlas es grande por su gente, por los barrios y familias atlistas en Guadalajara y el resto del estado de Jalisco. Por su hinchada que temporada tras temporada registra espectaculares entradas y que durante los 90 minutos no deja de alentar un segundo. Especialmente cuando se va abajo en el marcador es cuando más se salta y se grita. También por su cantera de donde han salido jugadores de la talla de Rafael Márquez, Andrés Guardado, Jared Borgetti, Pavel Pardo, José de Jesús Corona, Oswaldo Sánchez, el Pistache Torres y mi favorito, el Chato Juan Pablo Rodríguez. Por sus categorías inferiores y más recientemente por su rama femenil que siempre está disputando los puestos más altos.
El aficionado atlista está orgulloso de sus jóvenes, aunque eso a veces lleve al equipo a no poder competir contra las grandes nóminas de la liga. Algunos equipos se jactan de sus títulos, pero esta gente no la tendrán jamás. Irle al Atlas es una filosofía de vida. Es entender que hay principios y que ganar no lo es todo. Es una metáfora sobre la resiliencia. Hay que saber aguantar y seguir luchando con lo que hay cuando las cosas van mal. El Atlas es como la vida misma. Es un constante golpe de realidad. Es un recordatorio de que hay que disfrutar los momentos buenos al máximo porque estos no llegan siempre y no pueden ser permanentes. Es aceptar los altibajos de la vida. Es un partido dominado de principio a fin en el cual el equipo rival nos encaja un gol de último minuto en su única jugada de peligro. Es ser consciente que en la vida uno no siempre recibe lo que merece, por más que uno haya dejado todo para conseguirlo. Este equipo no es para cualquiera. Es para los que saben no abandonar. Para gente leal cuya palabra sí tiene valor. La Acadé es para los que saben querer profundamente.
El Atlas es un histórico que por alguna razón incomoda a muchos “expertos”, analistas y futbolistas mediocres que hicieron carrera en los principales programas deportivos del país. Tal vez porque es una de las pocas reminiscencias que quedan del futbol romántico, del futbol de barrio. El Estadio Jalisco tiene todo el colorido que no tienen los estadios de nueva generación. Está situado sobre la Calzada Independencia, en medio de la ciudad. A su alrededor se encuentran todo tipo de bares y restaurantes donde se juntan familias y amigos antes, durante y después de los partidos. Ir a ver al Atlas no es como ir de travesía al nuevo estadio de las Chivas, a pagar precios exorbitantes en un lugar que más bien parece un centro comercial. El Jalisco tiene la esencia popular, la que hizo a este jueguito el más popular del planeta.
Yo me hice de la Acadé lejos del colorido del Estadio Jalisco, en la Ciudad de México. Mi abuela era tapatía por adopción y le iba a las Chivas. Pero ese equipo a mí nunca me llamó. La faramalla nacionalista que lo rodea siempre me ha parecido repugnante. Mi afición por el rojinegro nació por aquella generación del 99’, la de “Los Niños Héroes” que llegó a la final contra el mejor equipo que haya jugado torneos cortos en el futbol mexicano, el Toluca de Cardozo. Una serie vibrante, “a lo Atlas” que se perdió en muerte súbita en penales. Aquel equipo contaba con canteranos como el Chato Rodríguez, Daniel Osorno, Erubey Cabuto, Pollo Salazar, Miguel Ángel Zepeda, César Andrade y Rafa Márquez y extranjeros de la talla de Pablo Hernán Lavallén, Jorge Almirón y el Misionero Castillo. Dirigidos por Ricardo Antonio Lavolpe con la herencia de la escuela de Marcelo Bielsa. Desde entonces el equipo me ha acompañado en mis más dichosas alegrías y en mis más profundas tristezas. No exagero cuando digo que el Atlas tuvo mucho que ver para que el amor me llegara con mi primer y única novia que resultó ser una tapatía exiliada en la Ciudad de México. Ni tampoco miento cuando digo que en mis momentos menos lúcidos solo la escuadra rojinegra me ha podido distraer del abismo.
Son pocas las alegrías que el equipo ha entregado a La Fiel desde aquel subcampeonato. Pero han habido bonitos recuerdos. Como Lavallén alentando en un partido desde la tribuna con la barra 51. El golazo de chilena de Robert de Pinho en el Clásico Tapatío. Los trallazos de Andrés Guardado a Paco Memo Ochoa. Los cuartos de final de Copa Libertadores en 2000 y 2008. Los partidazos en la Bombonera de Boca, en el Monumental de River, en Chile, Brasil y Colombia. El festejo de Bruno Marioni con cerveza cortesía de la afición rival por su gol de último minuto en un Clásico Tapatío. Ese partido lo ganó el Atlas con un hombre menos desde el 30 y un portero debutante.
Podemos hacer una lista aún más grande con decepciones y momentos oscuros. El equipo al borde de la quiebra y años de sequía sin Liguilla con tímidas rebeliones lideradas en 2014 y 2017 por jugadores como Leandro Cufré, Matías Vuoso, Rodrigo Millar y Matías Alustiza. Sufrimos en más de una ocasión la lucha por el no descenso bajo la administración de TV Azteca que parecía más ocupado en anunciar sus bancos y tiendas de raya en las playeras que en hacer mejorar al equipo. En alguna ocasión la barra 51 irrumpió en la cancha para encarar a un par de jugadores timoratos a los que no parecía importarles ser humillados en casa por el acérrimo rival en un duelo de cuartos. Los últimos diez años nuestras alegrías ya no fueron en la Bombonera de Boca sino en el Luis Pirata Fuente de Veracruz arañando victorias poco vistosas para salvar la categoría. Hubo incontables frustraciones. Temporadas con 631 minutos sin anotar. Los Georgie Welcome, Rómulo Márquez, Ignacio Jeraldino, Jefferson Duque, Javier Correa, Ángelo Henriquez, Alexi Gómez y otra sarta de petardos… Recuerdo un partido de local contra el Pachuca en jornada 17 donde nos bastaba un empate para pasar a la Liguilla y terminó 0-5. También otro en Monterrey con ventaja de 2 por 0 y con dos hombres más que terminó inexplicablemente empatado. Esto es ser del Atlas. Esto y más hemos aguantado, pero por alguna razón no abandonamos.
Aquella derrota hace seis meses en Puebla dolió mucho. La Fiel es una afición que viaja, que copa estadios ajenos. No es una de sillón. Tal vez solo se le comparan en ese aspecto las de Tigres y Pumas. América y Chivas llenan estadios de visitantes con aficionados locales. El rojinegro cruza fronteras para alentar a su equipo y muy frecuentemente orilla a los operadores del estadio rival a acallar sus cánticos con el sonido local. Así sucedió en Puebla hasta que nos empataron la serie. Ya después fue imposible transmitirle al equipo el impulso que necesitaba. Fuimos derrotados en la cancha y la tribuna.
Afortunadamente aquel día al frente del equipo no se encontraba un Tomás Boy cualquiera. Sino un argentino que vino a reforzar la defensa central de la Academia después del subcampeonato, por allá del año 2000. Alguien que supo lo que es vestir los colores del rojinegro y sentir el aliento de la fanaticada. Estoy hablando de Diego Martín Cocca. Un hombre que hizo campeón a Racing de Avellaneda y transformó en meses un equipo que no era digno de primera división en una de las mejores defensas de la historia del futbol mexicano.
Desde la temporada anterior Cocca ya daba indicios de querer gestar algo grande. El Tuca Ferreti (quien por cierto llegó a México para el Atlas) finalizó su longevo ciclo en Tigres con una derrota en el Jalisco. Pero le faltaba aprender a jugar Liguillas. Puebla fue su mentor. Cinco meses más tarde colocó a la Academia en el segundo lugar de la tabla con la mejor defensa del campeonato y un par de golizas históricas en Aguascalientes y San Luis. Por ello a finales de noviembre agarré mis cosas y decidí pegar fugatlas a Guadalajara para verlo hacer historia. Señores dejo todo, me voy a ver al Atlas… Esta vez fue literal.
La serie de cuartos nos tocó contra el Monterrey. Nuestro premio por ser el segundo equipo más constante del torneo fue enfrentar al plantel más caro de la liga. Cocca plantó a sus muchachos en la sultana del norte y sacó con personalidad un empate a cero del “Gigante de Acero”. En el partido de vuelta el Atlas se puso rápidamente en ventaja y por momentos avasalló al rival. El partido parecía controlado hasta que en una jugada accidentada Ponchito González, una de las tantas joyas de la cantera que se fue a brillar lejos de casa, puso el empate a quince del final. Las gradas se paralizaron. Todos recordamos con temor los demonios del pasado. Los cierres “a lo Atlas”, las metáforas de vida. Sonó el cántico de “Te amo” que presagiaba lo peor con su Sé que nunca te he visto campeón, eso no cambia el corazón.
Junto a mí había un muchacho de menos de veinte años. Él no había visto la final del 99’ y era muy pequeño para recordar nuestra última semifinal en el 2004. Como él pululaban muchos en el estadio. El 99% de la afición rojinegra nunca ha visto a este equipo ser campeón. Tal vez solo la mitad habremos visto al Atlas de Lavolpe batirse hasta el último segundo contra los Diablos Rojos del Toluca. Los más plebes no saben de Robert De Pinho. Otros, por el contrario, esperaban la victoria para dedicársela a quienes se fueron de este plano y nunca pudieron ver al rojinegro campeonar. A sus abuelos, padres y hermanos. Afortunadamente así lo hicieron. La mejor defensa del torneo congeló el partido, sacó de quicio a su rival y el estadio estalló de júbilo con el silbatazo final. Se volvió a escuchar por todas partes el Vení vení, saltá conmigo que un amigo vas a encontrar. ¡Que de la mano de Diego Cocca todos la vuelta vamos a dar! Por primera vez en diecisiete años estábamos en una semifinal. Como aquella vez contra los Pumas. Uso a propósito la primera persona del plural porque la afición aquí sí pesa, aquí sí juega. Atlas no sería nada sin nosotros. Sin embargo, los festejos fueron bastante mesurados. Aquella noche la afición se mostró temerosa, como un perro golpeado que no sabe si debe acercarse a una mano que pretende acariciarlo. También se tiene que aprender a ganar y esa noche estábamos aprendiendo.
Por alguna razón el formato de competencia de la liga mexicana permite que el equipo once de la tabla juegue una semifinal. Pumas fue un equipo gris durante prácticamente todo el torneo. Pero tuvo un buen cierre y venía enrrachado, con la confianza a tope tras eliminar a las poderosas águilas del América. Su entrenador, Andrés Lillini, un gran motivador, un gran formador y un buen táctico parecía ser capaz de complicarle las cosas al rojinegro.
El juego de ida, en Ciudad Universitaria, fue claramente dominado por el Atlas. Un golazo de Julito Furch y los cánticos de la Fiel que hizo el viaje a la capital lograron callar por momentos a la afición local. Atlas otra vez regresaba con la ventaja para el juego de vuelta en el Jalisco. Los boletos se vendieron como pan caliente. La zona baja norte, donde se coloca la barra, se llenó a tope. Las voces de más de 50 mil aficionados hacían retumbar al estadio mundialista. Diego Cocca no salió a defender el resultado, propuso un juego ofensivo y en treinta minutos el Atlas tuvo oportunidades para irse al frente por dos o tres goles. Pero no lo hicieron. Sería demasiado fácil. Faltando quince minutos el equipo visitante logró empatar la serie. Otra vez tuvimos un final “A lo Atlas”. Pero esta vez la afición no se paralizó. El estadio entero impulsó a sus muchachos quienes a la jugada siguiente se quedaron a nada de sellar la eliminatoria con un gol. Con algo de polémica arbitral el central pitó el final del partido y así el Atlas de Guadalajara regresó a una final después de 22 años para cerrarla por primera vez en la historia en el Estadio Jalisco. Sobraron las lágrimas, los abrazos y los casi desmayos en las gradas.
Los medios de comunicación, acostumbrados a adular a los equipos de la capital para mejorar sus ratings, decidieron ignorar el buen trabajo de la escuadra rojinegra durante todo el torneo y los 360 minutos de dominio casi absoluto en las dos series para concentrarse de forma selectiva en ciertas acciones arbitrales. No se habló de la rodilla de Andrada en Monterrey, pero sí del pasto del Jalisco. No se habló de los tachones de Velarde en CU, pero sí de la nariz de Dinenno en el área de Don Camilo. Pero eso a La Fiel poco le importó. ¿Por qué habría de importarnos lo que digan los aduladores y los envidiosos? ¿Qué carambas es un Kikin Fonseca, un David Faitelson, un Alex Blanco o un José Ramón Fernández?
En menos de una hora Guadalajara se pintó de rojo y de negro. Las calles retumbaron con los cánticos de la Acadé. Mi celular recibía decenas de mensajes con felicitaciones, más que en mi cumpleaños. Aquella noche se vivió algo histórico. Algo que llevaba mucho tiempo contenido esperando poder salir. La final quedó contra los Panzas Verdes de León, uno de los pocos equipos que pueden ser comparados con los Diablos Rojos del Toluca de José Saturnino Cardozo. Si el Atlas ha de ser campeón tendría que ser ganándole a uno de los mejores de la última década.
Durante los días previos a la gran final fue fácil encontrar playeras rojinegras por todos lados. En los puestos de tacos, tortas ahogadas y bares los comerciantes compartían sus impresiones con los comensales. Los negocios ofrecían promociones en caso de que el Atlas se coronara. Tortas gratis, tatuajes y moteles en rebaja, viajes regalados y un largo etcétera. La ciudad entera estaba a la expectativa, aunque fuera solo por el morbo de ese unicornio llamado Atlas campeón. Llegaron vuelos de Estados Unidos, Alemania, España y hasta Japón, con fieles a la expectativa de conseguir un boleto para presenciar la historia.
El juego de ida en León fue vibrante. No hay finales como las del Atlas. La comitiva rojinegra en el Camp Nou se hizo sentir desde el segundo uno. Los jugadores respondieron poniéndose al frente con un golazo del Hueso Reyes y más delante de Julito Furch. Fue un partido intenso dominado por largos periodos por el rojinegro con un tinte “A lo Atlas” que terminó con una derrota de 3 por 2. El gol decisivo fue producto de una polémica arbitral por un penal rigorista señalado en nuestra contra por un árbitro con pasado rojiblanco. Simultáneamente la fanaticada rojinegra se hizo presente en las pantallas gigantes de la Glorieta de Niños Héroes o el kiosko de La Expe para alentar a su gente desde lejos, convencidos de que este año los Diego Barbosa, Jairo Torres y Jeremy Márquez serán los sucesores de aquellos chavillos que nos hicieron vibrar hace 22 años.
Hoy el Monumental Estadio Jalisco se prepara para el desenlace de esta gran historia. Se gane o se pierda es un hecho que esta afición nunca dejará de alentar. ¡Y vamos ¡Y vamos el Atlas! Con todos mis amigos, hoy te vine a alentar. Tu gente nunca te va a dejar, aunque pasen los años, te quiero más y más. Porque con el Atlas como en la vida, es fácil ser congruente cuando las cosas marchan bien, pero el verdadero brillo se ve cuando las cosas no marchan de la mejor forma. ¡Mil veces arriba el Atlas! Aunque gane…
Por Sebastián Estremo / @S_Estremo