Yo tenía una novia que estaba estudiando en Inglaterra cuando Messi dribló a medio equipo del Athletic Club y definió cruzado ante Iraizoz. Estaba tratando de conquistar a una compañera universitaria cuando enfiló hacia el arco y, con un imperceptible giro, dejó sin eje a Boateng. Lo vi una vez, en el Vicente Calderón de Madrid, y no me importó que mi equipo perdiese. Vi a Messi, le dije a mi papá. Vimos a Messi. Messi se ha convertido, con el paso de los años, en un pretexto entre mi papá y yo para querernos más, para entendernos más. Va a patear un tiro libre, le he dicho varias veces. Casi siempre marca.

Estudié en una escuela, el Instituto Luis Vives, fundada por refugiados españoles tras el comienzo de la Guerra Civil. Si la bandera del Fútbol Club Barcelona no ondeaba a la par de la bandera de la República Española era por mero pudor. La pasión estaba. Crecí escuchando, también, a Joan Manuel Serrat, santo patrono de mi papá. Sin embargo, nunca fui del Barcelona. Menos aún del Madrid, pero no del Barcelona. Sin embargo, siempre fui de Messi. Hoy no hay clases, porque juega Messi, nos dijo alguna vez la profesora de geografía en primero de secundaria. Un desvencijado escritorio con rueditas incrustadas cargaba un televisor digno de la edad de piedra: se atisbaba, a través de una antena torcida, el Barcelona contra Manchester United. Final de la Copa de Europa. Dos mil nueve. Gol de Eto’o. Celebré. Luego marcó Messi. Se acabó el ateísmo.

Recuerdo que mi exnovia visitó Inglaterra porque recuerdo el gol de Messi. Recuerdo mis deplorables intentos de conquista porque recuerdo la catástrofe de Boateng. Mantengo que el fútbol es una suerte de expresión artística porque, incluso en pleno fervor desbocado por mi equipo, me arrodillé ante Messi. En mi imaginario personal, Messi trasciende la pelota. Recuerdo la persona que fui, muchas veces, por evocar trazos de Messi. Mi mamá me vio ayer pegado a la televisión mientras daban la noticia; yo repetía y repetía un inaudible «no lo puedo creer», «no lo puedo creer», «no lo puedo creer». Deberías escribir algo, me dijo. Iba a contestar y no contesté. Suspiré, si acaso.            

Hoy, Messi se despoja de la playera azulgrana e, inevitablemente, se termina una página. Larga, gozada, insuperable. Se pondrá otra, lo seguiré admirando. Puede elegir dónde jugar: casi, diríamos, puede hacer girar un globo terráqueo y detenerlo con el índice para determinar el próximo destino. Ojalá juegue con mi equipo de los martes, aunque sería difícil que Ricardo le cediese la diez. Seguiré orbitando en torno a Messi, pero con otra camiseta. Messi se despoja de la camiseta del Barcelona, que es también mi adolescencia, que es también mi escuela. Messi, para mí, estudió en el Vives conmigo, en el pupitre de al lado, porque siempre estuvo ahí. Pero también llega el momento de crecer, dejar. Poder decir adiós es crecer. Gracias por hacer de mi adolescencia un mejor lugar.

Por Andrés Araujo / @Andraujo

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