Enrique como muchos otros niños de su generación, tenía una vida muy tranquila en un pequeño poblado de esos que abundan en los caminos de nuestro país.
La rutina de Enrique era básica. Por las mañanas se despertaba muy temprano para irse a la escuela, que quedaba a solo unas cuadra de su hogar. Regresaba alrededor del mediodía de la mano de su mamá y antes de comer, se sentaba a la tele con la abuela que le repetía cada tercer día las mismas historias.
Enrique terminaba de comer, su abu lo hacía levantar el plato y de inmediato buscaba a sus cómplices de la cuadra para salir a tomar la calle adyacente a aquel patio de vecindad donde formaban un par de porterías con piedras y se disponían a jugar fucho.
Como muchos (espero que la gran mayoría) a Enrique le gustaba soñar con ser algún día ser uno de esos astronautas que viajan al espacio, con ganar una medalla de oro para México en las Olimpiadas, con vestirse en el traje contra el fuego y salvar algunas vidas como Bombero.
Los problemas al interior de su casa lo encausaron para olvidar sus sueños y decidirse a soñar solo con tener muchísimo dinero, su mamá le había dicho que era la única solución.
No supieron exactamente cuándo Enrique se desvió del camino. Ojalá hubieran tenido esa precisión para detectarlo. En alguna ocasión llegué a verlo tomar el cambio de las tortillas de su mamá, otra vez lo vi agarrando un billete que “estaba mal puesto” de la bolsa de su tía, luego lo vi jugando con una pelota de béisbol que terminó desapareciendo en la casa del vecino.
A los 16 años, Enrique era chalán en una tienda de bicicletas y como broma había sacado un par de llantas para reforzar la suya. Como era un modelo viejo y medio desgastado, dijo que al señor de la tienda le sobraba ese par y lo hurtó para llevarlo a su casa. Todo terminó en que la familia pagó doble por las piezas, pidieron que todo fuera discreto y la bicicleta jamás volvió a usarse.
Pensamos todos que había aprendido y al paso de los años se metió a estudiar la prepa y a los años ya andaba en la universidad. Por su personalidad desinhibida, se metió rápido en los grupos de política, de esos que eran fuerzas básicas del partidazo de aquellos días.
A los que no estaban tan metidos en la política estudiantil los jalaba a las fiestas y pachangas auspiciadas por el partido en el Gobierno. Se hizo líder y luego delegado, subió y subió. Pasados los semestres se dijo apadrinado por el alcalde y luego quesque por el gobernador.
Salió y se hizo diputado local y llegó a competir por ser alcalde de su pueblo natal hasta que su padrino lo llevó a San Lázaro como diputado federal. Tropelía y media daban anchura a su fama y un día un error de cálculo lo llevó a la cárcel de la que apenas hace unos meses salió.
Lo había perdido todo y también muy poco, dijo a quien esto escribe hace unas noches.
Lo ven seguido en la acera sentado contando de sus andanzas y su proceder, a los niños les dice que nunca rompan los límites, que cuando uno cae por primera vez, es más fácil romper el mundo que sigue y el que sigue y acabar solo y desbaratado como acabó él.
Máscaras escribe Jesús Olmos