Por Román Sánchez Zamora
Beatriz salió muy contenta de su casa con su mamá, buscarían una planta de limón que le habían pedido en la escuela, se imaginaba en sus ramas, en tomar limones cada vez que lo necesitara.
–Pero será muy pequeño para que puedas subirte.
–Pues me imaginaré que lo subo mientras lo veo crecer.
Caminaron varias calles, la noche era joven y se podía aún sentir el calor de las banquetas, se escuchaban los grillos tímidos que al sentir la vibración de las pisadas callaban sus gritos silvestres.
En realidad, Ofelia no sabía para dónde caminar para conseguir ese limonero que tanto ilusionaba a su hija. En realidad en la bolsa llevaba dos monedas, lo cual no alcanzaría ni para el pasaje de alguna de ellas…
–Las huele de noche, son fenomenales… sueltan un perfume nocturno que embriaga con su acentuado olor a aceites–, le dijo a su hija mientras pasaban por una casa con un gran pastizal que se podía ver por una ranura del zaguán.
Se sentaron las dos en la banqueta, vieron una extraña luciérnaga, pues ya no son tan comunes.
–Cuando me fui a vivir al campo, tardábamos 8 horas en llegar y en el viaje pasábamos por lugares que para mí eran místicos, donde las lluvias parecía que no pararían, y creí que había llegado al infierno esa noche, pues el cielo estaba rojo como nunca lo había visto, el calor era insoportable, por un momento sentí miedo…- y tomó una lata de refresco que estaba tirada.
-Estas latas las raspábamos hasta que les tumbábamos la parte de arriba y eran botes para el agua, algunas veces servían de candiles, otras veces sólo para guardar canicas. Siempre encontrábamos una utilidad para la basura que había en las calles.
-¿Y por qué se fueron?… ¿Por qué regresaron?- dijo la niña mientras raspaba su lata en la baqueta…
-Tiempos difíciles, decían. Para mí siempre el tiempo ha estado así, será que nacimos en la crisis, y en las épocas de contracción económica- dijo Ofelia mientras la niña raspaba su lata; ella metía sus dedos entre los cabellos de la niña.
Se quedó mirando las estrellas.
–Cuan bueno es un amigo en el tiempo indicado… mi papá no los tenía.
Beatriz terminó de cortar la tapa y raspó los residuos para no cortarse.
–Llegamos, mi papá era fanático de la baraja, fuimos a la feria, mi papá jugaba con los poquiteros, que así les llamaban a las apuestas de 5 a 20 monedas, lo veían los caza talladores, así les llaman a los que saben y no tiene para arriesgar más dinero.
Suspiró. Vio a su hija y decidió contarle.
–Los ganaderos, que eran los más ricos de la región, le dijeron que apostarían por él. Irían a 50/50, el primer juego era para calentar, y dieron 100 monedas. Supe días después que mi papá había sido muy felicitado, un día mi madre me comentó que llegaron al millón, una suma muy grande.
Abrazó a Beatriz.
–Antes de una semana ya teníamos una casa, mi papá una camioneta, llegamos a un cuarto de vecindad, muy limpia, la casera era exigente y siempre salía a barrer todas las mañanas, era Julita, una maestra jubilada, muy respetada. Para mi mamá parecía un cuento de hadas, pues de pronto había llegado la fortuna.
Ofelia tomó la lata, le verificó que no hubiera rebabas que pudieran cortar y se la dio a su hija, quien había pasado el examen de limar latas.
–Dice una canción de qué sirve la vida…si a un poco de alegría le sigue a un gran dolor… y así fue. Tres años, una niña que se despide de su padre ganadero, nuevo ganadero y en la noche llegó cargado por unos soldados, en una caja que alguna persona se había hecho responsable de gastos y todo. Decían que él les había hecho ganar como nunca y me lo mataron.
Ofelia, sin darse cuenta, su voz se quebró y abrazó a su hija y lloró unos segundos.
Beatriz sólo se dejó abrazar sin decir palabra alguna. No sabía qué decir.
–Mi madre decidió vender todo y regresar a la capital. Todos le dijeron que no lo hiciera, que mi padre había hecho buenos negocios y no le convenía, pensó que era un engaño y nos salimos de allí. – suspiró casi para dar fin a la historia.
–¿Y qué pasó?
–Mi madre regresó… trámites y más trámites y un día se fijó en un abogado que llevaba por encargo del despacho y le hizo firmar dentro de los laberintos del amor y nos quedamos en la calle, nuevamente en la calle. Cuando teníamos terrenos casas y muchas cosas, mi papá nos contó que un día que no llegó una semana que fue a ver al mismo primer ministro, que lo saludó y que bebieron unas copas y hasta jugaron, y ese día estábamos sin nada. Y mi madre hasta su último día de vida me pidió perdón– suspiró. Y sólo empalmó su mano con la de la niña pequeña de 10 años.
Las historias de vida te arrastran la gente lo sabe y se siente parte de los triunfos de los cuales quieres ser partícipe, y de los fracasos desea sacar algo, hasta la última llama ya es ganancia. El llamado carroñero.
El entorno entonces te absorbe y piensas que eres como te dicen que seas y no buscas el sentir de ti mismo, aunque esto acabe tu vida.
La gente cuenta que es mejor vivir millonario un día, que vivir pobre un millón de días.
–Somos pobres ¿verdad mamá?
–Pobre el que no tiene una idea de vida, pobre el que no tiene a quien amar, pobre es el que no tiene sueños, pobre es el que no respeta la vida, miserable es que el que toma el poder para tomar dinero y vivir la miseria de lo humano. Nosotras, hijita, somos seres felices– le dijo y le volvió a abrazar y le paró y comenzaron a caminar a casa.
Epilogo
Ofelia decidió ir al despacho de abogados.
–Señora, hace años le esperaba el notario.
Ofelia entró al despacho.
–Señora, aquí están las firmas de su madre, yo vi mal esto y nunca le di cauce, el abogado se fue y siempre regresó durante dos años y se dio cuenta que yo no aceptaría sus sobornos y se fue, hoy tiene su despacho y es mi cliente, pero él no vale la pena.
Todo lo de su padre estaba intacto. Cosas del destino.