Juan Norberto Lerma
Entre los hombres de agua era común anhelar la disolución o el descanso continuo. La inmovilidad los fascinaba, porque podían entonces tatuarse la piel con el reflejo de aves o flores y, los más diestros, con alguna cara de la luna y un rastro vago de constelaciones. Desde luego, eran seres escurridizos, y no es un adjetivo gratuito, sino un intento de ejemplificar de algún modo su condición más íntima.
Vagaron durante centurias en las zonas del occidente, que fueron las que, al principio, mejor convinieron a su naturaleza. En el norte de Europa, y en el mediodía africano, generaciones enteras de estos seres fracasaron una y otra vez, debido a las condiciones atmosféricas y a las corrientes inestables y accidentadas, así que, siguiendo la dirección contraria al recorrido aparente del sol, y guiados por algunas corrientes de agua dulce, sin ningún drama individual o colectivo optaron por el oriente.
Se llamaron a sí mismos “hombres” porque fueron capaces de crear un lenguaje, estilizado a veces, adornado en ocasiones especiales con lotos y, en algunas hojas sueltas rescatadas de cementerios marinos, se documenta que los más hábiles se lograron expresar utilizando burbujas tornasoladas que contenían criaturas acuáticas deslumbrantes. Además, lo que pondría de manifiesto, por lo menos sus valores espirituales, se dieron el lujo de tener dioses. Naturalmente, eran deidades de naturaleza semejante al agua, aunque no despreciaban a los seres fabulosos que por entonces deambulaban sobre la tierra custodiando humanos. Había aldeas de agua dulce y salada y también amarga y putrefacta, lo que determinaba en ellos el color de algo parecido a nuestros cabellos. Las características del agua para ellos no significaban nada. Eran rudos con los hombres de hierro, y a los de tierra, les declararon durante muchas épocas la guerra.
Creían que la lluvia era intermediaria entre la deidad y los ciudadanos, aseguraban incluso que les traía noticias de mundos vecinos. Amaban la volatilidad y la fluidez, sin embargo, la noción de eternidad les provocaba un estremecimiento, que en ellos equivalía a la risa. Lo único que deseaban era morir lo más pronto posible y dormir congelados en un equivalente mundano de nuestro Paraíso. Sin embargo, tenían un ciclo otorgado por la naturaleza y ni aun ellos podían quebrantarlo.
Los hombres de agua se enemistaron con los primeros pobladores de la tierra, debido a que los humanos se aficionaron a robarles a las mujeres de agua. A los humanos les fascinaban las formas esplendorosas de las mujeres de agua y sobre todo la facultad que tenían para disolverse y regenerarse durante el transcurso del acto amoroso. Las hembras de esa especie se disgregaban en gotas temblorosas multicolores y dejaban un rastro de plata y, en ocasiones felices, en un vapor que se condensaba en las frondas para caer de nuevo sobre el lecho. Para recuperarse de una de aquellas batallas amorosas, un hombre sano debía dormir ininterrumpidamente bajo tierra durante tres días. Era imposible volver a reunir las partículas puras de la mujer de agua, si regresaba, siempre era otro rostro, otras maneras de susurrar sus olas, distintas humedades, una gama interminable de caricias y de formas originales. Los testimonios dicen que la experiencia amorosa con ellas era única, literal y figurativamente.
Algunas leyendas de pueblos antiguos, los Tork, de Akuelang y los Fatm del norte de Ubsi, afirman que los hombres de agua poseyeron a mujeres humanas. Unos dicen que sólo las miraban, y aventuran que esos individuos líquidos gustaban de resbalar por la piel de ellas, pero los más doctos llevan el asunto más allá de la leyenda y presentan testimonios orales de mujeres, que indicaron que la posesión de esos seres era dulce y que del ayuntamiento no había producto alguno. Desde luego, a las propagadoras de ese infundio los hombres las sacrificaron sin miramiento alguno, con una técnica llamada “muerte por agua”.
Cuando los humanos comenzaron a utilizar el fuego, los hombres de agua perdieron la guerra y tuvieron que marcharse a otras latitudes. Sin resentimiento alguno, se fueron deslizando en hilos líquidos hacia lugares templados o fríos. Al término de la Primera Guerra Mundial, un barco que vagaba a la deriva en las orillas de Groenlandia reportó una “estela espumosa que se desplazaba por sí misma en sentido contrario a la corriente natural”. Vista con detenimiento descubrieron que era una especie de cardumen, integrado por “una especie de seres a veces azules, pero casi siempre blancos o incoloros”.
Ya en tierra, y con la lengua aceitada liberalmente en tabernas canadienses, tripulantes del Destructor IV afirmaron sin prejuicios que los individuos de ese grupo que nadaba en sentido contrario a ellos tejían figuras de espuma que semejaban pórticos de catedrales, y que a su paso las demás criaturas conocidas se apartaban. La literatura que acapara el tema recogió la historia y le pareció natural asimilarla en el apartado de “Los hombres de agua”. Agregan que ante la explosión demográfica de los homínidos, los hombres de agua eligieron para su confinamiento los polos, y que ahí deambulan o duermen como figuras de cera, invisibles testigos de la decadencia humana.