Continuamos el análisis de la coyuntura nacional y local de la vida democrática de nuestro país, ahora realizando un acercamiento a los partidos políticos, esa institución fundamental de la vida democrática, que, sin embargo, parece un tanto desconectada del sentir ciudadano y ahora más de sus simpatizantes, adherentes y militantes.

Un día sí y otro también se dan a conocer diversos escándalos en torno a la designación de candidatos en el abanico partidario que dejan mucho que desear, sea a nivel municipal, para una diputación local o bien para un escaño en el Congreso federal. 

Algunos botones de muestra: candidatos con dudosa procedencia delincuencial; con denuncias por acoso sexual; los que se dicen de cuota indígena, sin serlo a todas luces; los juanitos y las juanitas 2.0; los políticos mirreyes; los chapulines que buscan eternizarse en un cargo popular, entre otros términos más de la vasta cultura política, de la realpolitik, son muestra de la miscelánea nuestra de cada día. ¿Nos lo merecemos? ¿Qué no existen otros? ¿Qué incentivos existen para tomar estas decisiones?

Reconozcámoslo, criticar a los partidos políticos es (en varios países) un deporte nacional. Tenemos todos los botones, que nos dan la razón, no busquemos justificarlos, mejor entender su actuar a partir del modelo pragmático de las dirigencias partidistas, donde solo es importante para ellos, aquello que tiene efectivamente un valor práctico electoral y mediático, no importando su procedencia o su honorabilidad de quién encabece el proyecto respectivo.

Secuestrados por las élites partidistas y los poderes fácticos, que incluso antes se criticaba ampliamente, hoy con los mismos usos y costumbres -variando un poco el método-, tenemos a Morena, al PRI, PAN, al Verde, al del Trabajo, MC y lo que queda del PRD, que viven pensando en cuotas de poder medidas en cargos, actuando como organizaciones profesionales que necesitan maximizar sus votos y presencia legislativa para poder operar en el sistema político mexicano. De ahí su concurrencia a las elecciones, no por el interés genuino de representar la voluntad popular, sino por la ambición de ocupar un cargo y medrar con éste. ¿Qué bien o mal nos hace ahora la reelección?

Ocurrida la alternancia partidaria a nivel presidencial, con un cambio notable en la correlación de fuerzas, parecía que las cosas cambiarían y sin embargo, cual mito de Sísifo resulta que subimos la cuesta democrática para llegar a la cima y caernos estrepitosamente de ella –pareciera-, regresando al punto inicial para algunos críticos de la actual administración. ¿Déjà vu democrático? ¿Eterno retorno?

Al respecto cabría prestar atención a lo que menciona el filósofo Enrique Dussel -recién fallecido-, con justa razón cuando insiste que un partido político no es meramente una maquinaria electoral, sino una escuela de política debidamente institucionalizada. ¿Dónde quedaron los cuadros, las escuelas de formación política?

Dice Dussel y lo comparto, que “si queremos una nueva política, necesitamos nuevos políticos”. Y ante la pregunta “¿De dónde los sacamos? Cabría responder que si los sacamos de la costumbre, repetimos lo mismo, inevitablemente”, aun cuando la intención sea hacer algo distinto; y esto ocurre, porque se desatiende la formación política, pero también la participación ciudadana y la institucionalización de los partidos en su vida interna, en los procesos de selección de sus cuadros y candidatos. Crítica razonada valida, ya que el mismo Dussel vivió en carne propia, los mecanismos de selección de candidatos al interior del partido que le toco amalgamar, Morena.

Hay una realidad que es menester reconocer; el Estado democrático mexicano no ha decaído como azuzan aves de malas tempestades que auguran regresiones autoritarias. Y es que pese a la rispidez y polarización en el debate público que vivimos, existe una plena garantía de los principales derechos de libertad, la existencia de varios partidos en competencia; elecciones periódicas y sufragio universal; así como decisiones colectivas o concertadas tomadas con base en el principio de mayoría. Y sobre todo que se dirimen algunas diferencias institucionales en la vitrina publica, no en la caja negra que se resiste a desaparecer, ojalá no se pierda este elemento fundamental, hacer más público lo público. 

Por tanto, aunque los partidos políticos han elegido de manera errática algunos perfiles que han de representarnos, bien nos cabría reflexionar como ciudadanos, la manera en la cual podemos influir en la institucionalización de los mismos, fomentando así la salud y oxigenación de nuestra democracia.

Por: José Ojeda Bustamante

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