En el fútbol de la cuadra había de todo un poco. El portero que no paraba nada, el 10 que solito hacía de todo, los del montón y uno que otro que tenía que esperar hasta el final para ser elegido en algún equipo.

De vez en cuando, se jugaba el partido con la apuesta de un refresco. Decían que le daba más sabor y que todos jugaban en serio, a la mayoría les daba pena tener que ir a pedir 2 o 3 pesos para a completar el trofeo del equipo contrario.

Ahí estaban Héctor y Vicente, dos primos muy vivales no dotados de mucha técnica, pero sí de fuerza y maña, a los que la vida les había impuesto una rivalidad: nacieron en lados opuestos de la cuadra. Cuando se sentaban a jugar en la calle salían chispas.

Uno bajaba el balón y el otro ya estaba encima. Se marcaban entre ellos, se perseguían como perros y jugaban duro. Con los demás se volvían un jugador cualquiera, perdía el chiste ganarle a alguien con quien no había esa rivalidad familiar.

Vicente era más ágil y un mejor compañero de su equipo, era querido por todos y le daban mucho el balón. Por otro lado, Héctor era un tanto más huraño y mandón, pero esos son detalles que entre niños se pasaban de largo; era fundamental en su equipo.

Al final de los partidos, estos dos vivos argumentaban todo tipo de supuestas trampas y empezaba la discusión.

Con tal de no pagar, Vicente le decía a su primo que sus goles habían pasado por encima de la piedra que simulaba ser un poste, o que cuando quería bajarla con el pecho siempre metía mano.

Héctor, por su parte, le reprochaba a su primo que era “un cochino bien hecho”, decía que podía haber anotado algún golecito si no lo jalara de la playera cada que se le acercaba. Casi siempre quedaba en palabras y moría ahí.

Aunque sí hubo una vez en que todo se salió de control en su duelo personal. Alguien más metió la pata cuando asomaba el balón y terminaron dándose espinilla contra espinilla, y quienes estábamos en el césped pudimos alcanzar a ver metrallas salir.

Entonces, ambos se levantaron y corrieron uno hacia el otro con toda la intención de plantar el primer golpe, cuando de repente, se escuchó una voz de fondo que les dijo: “Llegar a las manos no”.

La abuelita de ambos, vecina del terreno que ocupábamos como cancha, finalmente se había revelado como una parte más entre los espectadores de los encuentros vespertinos, ella que siempre había permanecido muda desde su lado de la calle.

Aquella vez, entró al campo los jaló de la oreja y los exhibió ante todos como malos jugadores, pésimos compañeros y un par de peleoneros.

Pasó casi un mes para que volvieran a salir a jugar y todo volviera a la normalidad.

Esta historia de la infancia me hace pensar en cuánta falta les hace su abuelita a tipos como Vicente Serrano y Héctor Suarez Gomís, que de manera tan irresponsable van y se confrontan en un sitio público por diferencias políticas, dando el ejemplo de lo único que falta en este país: que la polarización en las redes provoque violencia en las calles.

 

@Olmosarcos_