A los muertos ya no les queda forma de defenderse y lo único que permanece es su recuerdo y su nombre.

En 2015, llegó a la redacción de algunos periódicos locales la fotografía de un joven cargando un arma de fuego. La imagen pronto sería parte de una galería, de una jugarreta atroz de quienes estaban detrás de un escritorio.

Eran los tiempos en los que a Veracruz los gobernaban las risotadas y las sombras, y desde las oficinas gubernamentales propiciaban lo ominoso.

El protagonista del conjunto de imágenes era un joven cuyo nombre fue Gibran Martiz, que había desaparecido un martes 7 de enero a manos de elementos de Seguridad Pública Estatal, y cuyo cuerpo fuera hallado unos días después tras haber sido salvajemente asesinado.

Inmediatamente, una maquinaria aceitada por el control del poder policíaco se habría ocupado de difundir fotos del fallecido portando armas y bebiendo alcohol, para quitarle algo más que su vida: su honra. Una de las armas de disuasión de ese Gobierno inundado de opacidad y cuyo quebranto llevó al extremo la tolerancia social sobre el bien y el mal en la política.

No fueron los únicos. Había un modo de operar la muerte a discreción como si fuera un derecho particular del que fuera secretario de Seguridad Pública y de los que fueran sus compinches, más que sus subordinados.

No fue el único caso. Recordará el auditorio los decesos de 5 personas ocurridos en la Colonia Narvarte. Ahí perecieron el fotoperiodista Rubén Espinosa Becerril, la activista Nadia Vera, la modelo Mile Virginia Martín, la maquilladora Yesenia Quiroz y la trabajadora doméstica Olivia Alejandra Negrete.

Al día siguiente, las versiones que encarrilaban los medios nacionales hablaban de un grupo de consumidores de drogas, alcoholizados, que presuntamente habían sido robados, y que, sin necesidad de indagatoria, la fotografía que uno de ellos había tomado de un gobernador con gorra y adusto nada tenía que ver.

Los días y las semanas siguientes, agentes de todo tipo se dedicaron a romper en pedazos el recuerdo de los jóvenes ahí perecidos, y entre periodicazos, reportajes sesgados, entrevistas a modo e historias inverosímiles quisieron ocultar una verdad que ha permanecido silenciosamente abierta.

Al paso de los años, las heridas siguen supurando entre quienes conocieron a los jóvenes que protagonizan este texto y que simbolizan el modus operandi de una administración que sobrepasó todo límite.

Ahí estuvo Carlos Loret de Mola, no defendiendo el honor de quienes ya no están para defenderse, sino vendiendo cuentos ficticios, fraguado testimonios y acordando salidas televisadas.

Loret también estuvo en el cierre de esa administración, dando una salida pactada como decorosa al monstruo que solapó todo lo aquí ilustrado.

Y bueno, los personajes de la política y los medios de comunicación que se incluyeron el fin de semana pasado en la tendencia #TodosSomosLoret… ¿en dónde estaban? ¿A quién protegían? ¿Qué defendían? Está claro que, a la libertad de expresión y los datos personales, no.

 

@Olmosarcos_

Máscaras escribe Jesús Olmos