Los funerales son espacios sin ley, donde todo huele distinto y el tiempo, en lugar de avanzar, retrocede. Lugares donde priman las caras del revés, las lágrimas erizan la piel y la palabrería hace que los malos dejen de serlo para siempre. Los funerales son lugares fríos y húmedos. Lugares donde la vida no existe. Nada sin embargo que no sepamos. Por infortunio o por costumbre, estamos de sobra familiarizados con esa especie de negra sombra –similar a la bautizada por Rosalía de Castro- que sobrevuela todo cuanto se relaciona directa o indirectamente con el mundano hecho de morir. Los funerales son despedidas tristes, canciones mustias y lágrimas derramadas por unos ojos que, por desgracia, jamás las verán. Y, la verdad, es una pena. «Hay que llorar a los hombres cuando nacen, y no ya cuando mueren», decía Montesquieu allá por el siglo XVII. No podía tener más razón el hombre.
Silencio y dolor. Los funerales son siempre lo que son y nunca lo que deberían ser. Por eso voto en contra. No quiero ni corazones rotos ni lágrimas el precipitado día en el que me toque entonar el adiós definitivo a todo cuanto conozco. Precipitado porque, para irse, siempre es demasiado pronto. Aun así, no. No quiero tristeza ni oscuridad. Quiero canciones. Canciones alegres para mi tumba. Canciones que alejen a toda la gente que hasta ese día me quiso del ruido y la tristeza. Canciones que todavía puedan acariciarme, en mi viaje al cielo o al infierno, si es que alguno de los dos existe. Quiero a Billy Joel y a Van Morrison. A los Rolling y a Dylan. También a Foreigner con «I Want to Know What Love is», y Alphaville con «Forever Young». A los Beatles y a Elton John. «I Don’t Want to Miss a Thing», de Aerosmith y «Heroes» de Bowie. Simple.
Quiero canciones alegres para mi tumba. Canciones que obliguen a todos los que se reúnan para despedirme a celebrar la vida. Canciones que impidan el llanto. Porque en la vida –como decía mi abuela- «todo tiene remedio menos la muerte». Y, por lo que no podemos cambiar, no se sufre. Se vive por lo que sí. Quiero también a Sabina, a Celtas Cortos y a M-Clan. No puede faltar «Quédate a dormir». Serrat y Hombres G. Aute y Calamaro. «La Ventanita» de Sergio Vargas y «Al compás de una muiñeira», de Pimpinela. Canciones. Un poco mías. Que hagan olvidar que es mi final y recuerden el viaje, que en ningún momento fue mío, sino de todos.
Posiblemente no tendré el dinero suficiente como para hacer como Janis Joplin y dejar pagada una fiesta para que el día D todos se emborrachen a mi salud, eso seguro. Pero confío en poder apañármelas para grabar, en alguno de los futuristas aparatejos que se estilen por aquel momento, mi lista de canciones para morir. Las elegidas. Que conviertan mi funeral en lo que debería ser. En un lugar alejado de la oscuridad, donde la vida se respire y la tristeza se baile. Es lo que me gustaría ver, mientras transito al siguiente paso –en caso de que lo haya- pensando en eso que decía Poe: «a la muerte se le toma de frente con valor y después se le invita a una copa».
Paula Ramos
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