Desesperación, angustia y temor es lo que se vive desde el momento que existe la sospecha de que tu familiar tiene Covid-19.
¿Se morirá? ¿Cómo lo atiendo? ¿A qué hospital lo llevo que no esté saturado y me den informes de él?, fueron los cuestionamientos que Paulina Aguirre se hizo al temer que su padre, con diabetes, y de 77 años de edad, hubiera adquirido el virus en alguna de sus salidas a la calle, en Puebla.
La angustia de Paulina era doble. Ella reside en Estados Unidos y, desde allá, tenía que ver cómo recibía atención médica su padre y que no muriera antes de iniciar el tratamiento.
Quería viajar a Puebla para apoyarlo, pero al mismo tiempo temía que no pudiera cruzar la frontera, que se quedara varada en algún aeropuerto o sufrir un contagio en el camino.
Aunque su papá recibió el tratamiento en su casa, con gasto total cercano a los 100 mil pesos, sabía que la batalla era complicada y en algún momento tendría que trasladarlo a un hospital a terapia intensiva, lo cual era su mayor temor.
Fueron 25 días que vivió en la zozobra y en los que el diagnóstico cambiaba a cada hora. Podía tener síntomas de que estaba venciendo al Covid y de pronto todo se complicaba.
LA HISTORIA
El 10 de junio una amiga de su papá le llamó por teléfono para decirle que el señor tenía una infección estomacal, calentura, le faltaba oxígeno y se sentía débil; le informó que lo había llevado a la clínica 2 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS).
Ahí le dieron medicamento y le dijeron que no se preocupara, que no era Covid-19 y que se fuera a descansar.
Al escucharlo, Paulina Aguirre sabía que algo no estaba bien, temía que fuera el nuevo virus al que tanto miedo le tenía y que muchas veces le rogó a Dios que no alcanzara a su familia.
Por azares del destino, como explica, encontró a una doctora, quien le confirmó la enfermedad y expidió, de inmediato, su tratamiento. La médico solicitó a Paulina la prueba Covid-19 a su padre, así como estudios de sangre y una tomografía para dar un diagnóstico certero, todo vía telefónica.
“Fue como un balde de agua fría, sabía que podía tener Covid, pero que lo confirmaran me dejó helada, tenía miedo de que le pasara algo”, reconoció.
LA ODISEA
Detrás de Paulina se conformó un ejército formado por familia, médicos, enfermeras, conductores de Uber, repartidores de oxígeno y desconocidos dispuestos a ayudar para conseguir que su papá saliera adelante.
Gerardo, un conductor de Uber, se prestó para llevarlo a los estudios, a pesar de que corría el riesgo de contagiarse; también hizo un recorrido en todas las farmacias de la ciudad para buscar Ivermectina y Oseltamivir, medicamentos que estaban agotados en la capital y que consiguieron en Cuautla.
Día a día, Paulina iba logrando que su papá tuviera el tratamiento, pero las cosas se complicaban.
El oxígeno también estaba agotado, al día necesitaba al menos dos recargas y nadie quería subir los tanques a su departamento por miedo al contagio: “Siempre apareció un ángel que nos ayudó, toda la gente se ofrecía a apoyarme y ese día hasta un extraño que iba pasando por la calle ayudó al chofer de Uber para subirlo”, explicó.
Días después encontró a Isaac, un repartidor de oxígeno que accedió a hacerlo tras colocarse su traje Tyvek y tomar las previsiones para no adquirir el virus, mientras unas enfermeras aceptaron cuidarlo a pesar del riesgo que corrían.
“¡No había oxígeno por ningún lado!, mi papá sin él podía morir y eso me dio miedo, saber que hiciéramos lo que hiciéramos, no podíamos conseguirlo, me sentí desesperada”, señaló.
Tras varios días de batalla y de resolver todo vía teléfono, el sábado pasado el septuagenario fue dado de alta. Con un tratamiento aplicado en casa, con cuidados extremos y la colaboración de muchas personas, Paulina y su papá vencieron al coronavirus.
Hoy, al hombre se le llenan los ojos de lágrimas al reconocer que venció una batalla muy complicada y en la que pensó, más de una vez, que iba a perder.