Ha escrito alguien por ahí, cuyo nombre no recuerdo, que no sería difícil hallar una correlación entre la cultura racionalista del siglo XVII y la constitución de la modernidad como sociedad del conocimiento, tecnocéntrica y excluyente de la subjetividad humana. Ya no se trata de integrar a los seres humanos en un cuerpo social incluyente, sino de saber manipular científicamente a las personas. Podría ser esta una afirmación atrevida pero no muy lejana de la realidad que estamos viviendo en la universidad y en la nueva cultura de la sociedad.
La sociedad del conocimiento, dice Juan Antonio Sement en Humanismo jesuita y Modernidad, paradójicamente no es antropocéntrica, sino que más bien parece una anticipación de la sociedad post humana. Frente a esta amenaza necesitamos construir una sociedad reflexiva, donde la experiencia y el conocimiento se integren y pongan al servicio del ser humano y de su sustentabilidad existencial y natural. Ello exige el cuidado de las personas.
La tradición pedagógica y apostólica de los jesuitas se caracterizó en el siglo XVI y XVII por oponerse al despotismo ilustrado, como sucedió en las Reducciones del Paraguay, con el diálogo con culturas diferentes y la inculturación de la fe cristiana. Actualmente, esa misma tradición debería replantear cómo utilizar las nuevas tecnologías del conocimiento sin talar la raíz humanista y cristiana de la pedagogía de la Compañía de Jesús.
Volteando ahora la mirada al uso de las nuevas tecnologías en la docencia universitaria, es urgente pensar y proponer cómo utilizarlas para generar nuevos conocimientos y capacidades para la transformación de las estructuras sociales en relación con el bien común, es decir, con el crecimiento de la humanización en el mundo y la disminución de la pobreza, que van de la mano con el uso inteligente y responsable de los recursos naturales del planeta.
La innovación científica y tecnológica que impulsa la universidad jesuita no es un fin en sí misma, sino que está en estrecha relación con las condiciones de igualdad social, solidaridad ciudadana y participación en el desarrollo económico, social y educativo. Si la ciencia y la tecnología no sirven para acercarnos y relacionarnos mejor como personas, entonces sirven para poca cosa. Si en vez de hacernos cercanos nos convierten en lejanos, entonces nos están haciendo daño, pues nos están extrañando en vez de entrañarnos, es decir, de hacernos más capaces de compartir, como dice el Concilio Vaticano II, los gozos y las esperanzas, las alegrías y las tristezas de la humanidad.
Sólo nos comportamos como humanos cuando nos hacemos cercanos, visibles, fraternos y palpables. Necesitamos con-fluir en el mismo lago y no solamente fluir como arroyos que se pierden en el mar de la información siempre cambiante y efímera de las redes sociales. Es cierto, como dijo el poeta, que nuestras vidas son los ríos que desembocan el mar de la eternidad, pero antes se alimentaron de muchos arroyuelos en su trayectoria hacia el océano.