La ofensiva contra los órganos constitucionales autónomos del Estado mexicano está desatada.
Mediante distintas medidas, se ha restado influencia y capacidad de acción a instituciones construidas cuidadosamente para limitar la discrecionalidad en el ejercicio del poder. Y es que de eso se trata: como los organismos son un estorbo para la concentración de facultades en la Presidencia de la República, ellos y sus integrantes han sido objeto de un constante torpedeo en los 18 meses que lleva el gobierno federal.
Acabar con los órganos autónomos era el paso previo para imponer la visión y las prioridades de la llamada Cuarta Transformación.
No se podía dar manga ancha a Petróleos Mexicanos y a la Comisión Federal de Electricidad sin desactivar a la Comisión Reguladora de Energía.
No se podía centralizar la seguridad pública en la nueva Guardia Nacional ni poner a ésta a cargo de controlar la migración mientras existiera una Comisión Nacional de los Derechos Humanos con autonomía de criterio.
Aunque es patente el descaro para operar sin supervisión —ahí está, por ejemplo, el alto porcentaje de contratos adjudicados sin licitación—, el gobierno seguramente se sentiría más cómodo si no estuviese obligado a acatar las decisiones, en materia de transparencia, del Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI).
Por eso no ha habido límites en las maniobras para sacar del camino a esas instituciones. En algunos casos se ha obligado a sus integrantes a renunciar mediante presiones; en otros, se ha esperado que terminen sus periodos. En unos y otros, el objetivo es poner al frente de los órganos autónomos a personajes inocuos, cómodos para el régimen.
Pero antes de eso había que cambiar la narrativa sobre la manera en la que se habían constituido dichas instituciones. Presentarlas no como el resultado del esfuerzo de la sociedad civil organizada para limitar el margen de maniobra de los gobernantes, sino como un efecto corrupto de la presión de intereses creados para asegurar la perpetuación de sus ventajas.
Y, por si eso fuera poco, como un dispendio de recursos públicos.
No quiero decir por ello que los órganos autónomos eran el nirvana de la eficacia y el correcto uso del dinero de los contribuyentes. Como todo producto humano, tenían un espacio de mejora. Sin embargo —como se ha vuelto costumbre de este gobierno—, han sido sometidos al machete, cuando lo que requerían era una cirugía correctiva con bisturí.
Ahora, el oficialismo ha dado un paso más en su intención de desmantelar a esas instituciones y la función que realizan con la presentación de una iniciativa para fusionar al IFT, la Cofece y la CRE en un sólo organismo, al que, como ha venido sucediendo, se le quiere imponer el sello de la 4T y que se apellide “bienestar” (como, por cierto, sucedió en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, cuando muchas cosas eran bautizadas como “solidaridad”).
Pero, más allá de que se llegue a discutir y votar dicha iniciativa —como si no hubiese temas más urgentes que legislar—, no parará allí la ofensiva contra los autónomos. Van por el Inai y también por el Instituto Nacional Electoral.
Todos los órganos autónomos se crearon para cumplir una función importante, pero la del INE es fundamental para nuestra convivencia.
Sin elecciones libres —como las que permitieron que Andrés Manuel López Obrador sea hoy Presidente— perderíamos, como país, la capacidad de resolver pacíficamente nuestras diferencias.
Para hacer frente a retos como la violencia criminal y los efectos de una crisis económica como la que no se ha visto en 90 años, necesitamos aferrarnos al derecho que tienen los ciudadanos de elegir a sus gobernantes y representantes.
La democracia, ya lo hemos visto, no es en sí misma la solución a los problemas. Pero sin ella, la esperanza de resolverlos civilizadamente se pierde por completo. Por eso, la defensa del INE debe ser una prioridad ciudadana.