Las reglas de la cortesía dictan que si uno quiere decirle a alguien, de forma educada, que va mal en lo que está haciendo o que, de plano, no tiene la más remota idea, la mejor manera, para que no se ofenda, es ofrecerle ayuda.
El miércoles pasado, el subdirector de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), Jarbas Barbosa da Silva, se refirió a la situación del covid-19 en México mediante una fórmula de urbanidad que parecía sacada del Manual de Carreño.
“Tomamos a México como un país que en las últimas semanas tiene una tendencia muy evidente de crecimiento en el número de casos”, dijo el brasileño durante una conferencia de prensa virtual.
Y agregó: “Las autoridades de México están contando con el apoyo de la Organización Panamericana de la Salud para revisar todos los datos y definir qué nuevas medidas se pueden adoptar o lo que se puede hacer para que las medidas de distanciamiento social sean más efectivas”.
En el lenguaje de los organismos multilaterales, donde siempre se evitan las frases que puedan herir la susceptibilidad de los países miembros, lo dicho por Barbosa significa que el gobierno mexicano está atendiendo mal la pandemia y que necesita modificar lo que ha venido haciendo.
Eso quedó más que evidenciado horas después, cuando, en la conferencia vespertina en Palacio Nacional, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, dijo que México se encuentra en “un periodo de estabilización en la pandemia del coronavirus covid-19, en el cual está disminuida la velocidad en la presentación de los casos”.
¿En qué planeta puede considerarse “periodo de estabilización” un brote epidémico que tardó 36 días en arrojar su primer millar de muertos, nueve días para el segundo, seis días para el tercero, cinco días para el cuarto, tres días para el quinto… y que sólo 40 días después se encuentra en 25 mil decesos, con una quinta parte de ellos registrados en la última semana?
Pese a que es de sobra conocido su desparpajo para dar cuenta de los fallecimientos que ha causado la enfermedad, no dejó de sorprender –al menos a mí– que el doctor López-Gatell dedicara varios minutos a hablar de la nube de arena del Sahara que llegó a territorio nacional luego de cruzar el Atlántico, como sucede cada año, cuando hay un elefante que llena el espacio del salón Tesorería todas las tardes.
Ese elefante es el hecho de que en México, un país azotado por la violencia, hay tres veces más posibilidades de morir por covid-19 que de ser asesinado. Y es que las balas se llevan a unos 80 mexicanos todos los días –un horror–, pero las espigas del coronavirus siegan la vida de 250.
Cuando no se tiene una estrategia y cuando indolentemente no se quieren adoptar los remedios que han funcionado en otros países –pruebas masivas, rastreo de casos y uso general de cubrebocas, entre otros– no queda sino hablar de la polvareda. Olvídese de la pandemia. Quédese en casa, porque no vaya a ser que las partículas de la arena del desierto se le metan en los alvéolos.
A López-Gatell ninguna cuenta le ha salido. Hizo pronósticos sobre el número de muertos (6 mil), sobre el pico de la curva (6 al 8 de mayo) y el final de la epidemia (25 de junio, es decir, ayer) y no atinó en ninguno de ellos. Aun así, sigue convencido de que descubrirá el agua tibia y que el mundo cantará loas a la manera en que el gobierno mexicano aplanó la curva de contagios y domó a la pandemia.
Por supuesto, eso no va a suceder. Pero no tenga usted duda: cuando llegue la hora de rendir cuentas, saldrá con excusas. Dirá que hay todo tipo de culpables menos él. Que si el neoliberalismo, que si los grupos de interés, que si los medios, que si la gente no guardó la sana distancia, que si no hizo caso de los semáforos epidemiológicos, que si descuidó su salud…
Entre los pecados que puede cometer una autoridad, la necedad está en los primeros lugares de la lista. La de López-Gatell me recuerda a la de esos hombres que no saben cambiar la llanta del auto y atribuyen la falla al fabricante. Con esos, si se quiere ser amable, sólo cabe decirles “¿necesita ayuda?”.