El presidente Andrés Manuel López Obrador tiene una visión binaria del pasado y presente de México.
Para él, todos los protagonistas de la historia y de la actualidad pueden y deben ser catalogados como liberales o conservadores.
De hecho, la semana pasada dijo que sólo debieran existir dos partidos políticos, uno liberal y uno conservador. Eso, a pesar de que, cuando estaba en la oposición, rechazaba los llamados para que México adoptase un modelo político bipartidista.
Al margen de definir si el mandatario es realmente tan liberal de ideas como dice ser, vale la pena remitirse a la historia para poner a prueba la tesis de que el liberalismo siempre representó lo mejor del país y el conservadurismo, lo opuesto.
En 1850, ocho años antes de que liberales y conservadores se enfrentaran en la Guerra de los Tres Años, ambos bandos se midieron electoralmente.
México celebró, esa vez, los primeros comicios presidenciales desde que perdió la mitad de su territorio por la intervención estadunidense.
Aunque hubo una pléyade de candidatos, dos de ellos concentraban el apoyo; el liberal Mariano Arista y el conservador Nicolás Bravo.
Nacido en San Luis Potosí en 1802, Arista descendía de militares realistas. En junio de 1821, siendo un joven teniente coronel, se puso a las órdenes de Agustín de Iturbide. Durante la guerra con Estados Unidos Arista fue comandante del Ejército del Norte, hasta que fue sustituido por perder las batallas de Palo Alto y Resaca de la Palma y permitir la caída de la ciudad de Matamoros.
Pese a ese mal historial militar, fue nombrado ministro de Guerra por el presidente José Joaquín de Herrera. Desde ese cargo condujo un proceso de reforma del Ejército que se convertiría en uno de los lastres de su campaña electoral de 1850.
Arista fue acusado por sus rivales de corrupto, de haber destruido al Ejército con su reforma y de ser un hombre sin principios, al punto de haber apoyado la sentencia de destierro de su propio padre, cuando los españoles fueron expulsados de México en 1831.
Su rival, Nicolás Bravo, del bando conservador —que nunca fue un partido político como tal—, era un héroe de la Independencia, no un oportunista que se había sumado de última hora al movimiento.
Dieciséis años mayor que su rival, el guerrerense ya había sido presidente de México en tres ocasiones. Durante la intervención estadunidense dirigió la defensa del Castillo de Chapultepec.
La elección de 1850 fue ganada por Arista luego de que, en plena campaña, fuera exonerado de las múltiples acusaciones en su contra, entre ellas la de traición por su actuación durante la guerra con Estados Unidos, malversación de fondos públicos y el asesinato de varios críticos, como el general Francisco Vital y el diputado Juan de Dios Cañedo.
Pese a ser uno de los escasos presidentes del siglo XIX que llegaron al poder por la vía electoral, Arista apenas duró dos años en el cargo.
Una crisis económica y una revuelta originada en Guadalajara —el Plan del Hospicio— lo llevaron a renunciar e irse al exilio en Europa. Enfermo, murió en el mar, a bordo del vapor inglés Tagus, el 7 de agosto de 1855, y sus restos permanecieron en un cementerio de Lisboa hasta que fueron repatriados, en 1881, por orden de Porfirio Díaz.
Su rival, Nicolás Bravo, murió un año antes, en su natal Chichihualco. Un episodio de su vida fue inmortalizado en una pintura del artista veracruzano Natal Pesado y Segura, hijo del poeta José Joaquín Pesado: el día que Bravo desobedeció la orden de Morelos de matar a 300 soldados realistas, para vengar la sentencia de muerte que recibió su padre, Leonardo Bravo. “He resuelto daros no sólo la vida, sino también la libertad”, dijo Bravo, en un hecho que se conoce en la historia como “El perdón”.
El próximo 15 de septiembre, cuando el presidente López Obrador reciba la bandera, de manos de la escolta de cadetes, para ondearla desde el balcón central de Palacio Nacional y dar el Grito, atrás de él estará esa pintura, homenaje a la vida de un político conservador.