Lo mismo personas mayores que niños y familias enteras desfilan por el camino que los llevará hasta los pies de la Virgen morena, en la capital del país, ya sea para agradecer o simplemente para profesarle su fe
Por: Mario Galeana
Foto: José Castañares / Agencia EsImagen
Un peregrino es un minúsculo foco de luz balanceándose bajo la noche a un costado de la carretera. Un peregrino es una efigie de la Virgen levitando sobre el camino. Un peregrino es un albañil, un jardinero, un conductor de Uber. Un peregrino es una niña de 11, un adulto de 40, un anciano de 80. Un peregrino es un migrante. Un peregrino es.
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Ocurrió hace 20 años, pero Enrique no ha encontrado aún palabras para describir aquella sensación. Llevaba caminando cuatro días y tres noches. A cada paso le sucedía un calambre de dolor convulsionante. Las plantas de los pies eran jirones con ampollas.
Un tipo mayor que él se acercó para preguntarle cómo estaba. Enrique no respondió. El otro lo tomó del brazo y le dijo:
—¿Ves ese punto que está ahí?
Enrique vio hacia el horizonte sin encontrar nada en especial.
—Ese punto pequeñito de allí, ¿lo ves? Esa es la Basílica. Ya llegaste. Estás a unas cuantas horas. Ya llegaste.
Y entonces ocurrió aquella sensación. El alivio instantáneo en un cuerpo contrito, avasallado por el dolor del camino. La ligereza de saberse tan cerca, de saber que todo lo ha valido. Vio ese minúsculo punto luminoso y caminó con fiereza. Lo ha seguido haciendo por 20 años más, porque 20 años más ha sido peregrino. Pero el tiempo no ha logrado darle palabras a aquella sensación inenarrable.
—Tendrías que haber estado ahí para sentirlo. Es algo para lo que las palabras no alcanzan. Además, en los últimos 20 años me he parado en el mismo lugar y he tratado de ver hacia la Basílica, de encontrarla, pero nunca más he podido. Llámalo como quieras, pero no he podido —me dijo tendido sobre una de las bancas del refugio del Parque Nacional Izta-Popo, con el mismo tono con el que se cuentan las leyendas, los sucesos para los que no hay explicación.
Platicamos mientras caía la tarde del 8 de diciembre. Junto a Enrique estaba Héctor, su cuñado, peregrino desde hace 12 años. Eran los únicos peregrinos en aquel refugio, dado que la mayoría aún subía por el sendero hacia Paso de Cortés. Enrique era conductor de Uber y antes había sido encargado de sistemas en una empresa.
La tarde era cálida, aunque el viento rozaba la piel como un cuchillo sin filo. A esas horas el Parque Nacional Izta-Popo estaba lleno de familias que buscaban acampar cerca de los volcanes y de motociclistas en grupo que buscaban hacer lo mismo.
Cuando nos despedimos de Enrique y su cuñado, Marceliano empujaba por el sendero arenoso de Paso de Cortés la carriola en la que iba su pequeño hijo Manuel, de tres años. Había que verlo lidiando con la arena colándose por las ruedas, pero incluso así su paso era uniforme. Junto a él iba Miguel, de 12 años, que llevaba anudada sobre la frente y la espalda una imagen de la Virgen de la misma altura que él. También iba Maricela, su esposa, una tímida mujer de 28 años que sonreía cada vez que nos dirigíamos a ella. Y Lizbeth, de 11, a la que el viento le sonrojaba las mejillas.
Era una hermosa familia peregrina. Una hermosa familia peregrina que marchaba por una peligrosa zona movida sólo por la extraña turbación de la fuerza de la fe.
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Aquella planicie que divide a los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl lleva el nombre de Paso de Cortés porque hace medio milenio fue utilizado por Hernán Cortés para llegar hasta Tenochtitlán. El conquistador venía de cometer una masacre, la Matanza de Cholula, y ningún pueblo se había atrevido a interponerse en su camino.
Hoy, la ruta hacia Paso de Cortés inicia en Cholula. Se trata de un tramo carretero de 53 kilómetros que cruza los municipios de Nealtican, San Nicolás de los Ranchos y Xalitzintla hasta los límites entre Puebla y el Estado de México.
El camino es estrecho y a los costados se tienden campos de maíz, parajes sobre los que tienden grandes montículos originados por los restos de las cosechas. Cuando se pasa Xalitzintla, el camino se vuelve sinuoso, la vegetación se llena de pinos y pastizales, y el piso es tan sólo la arena negra del volcán.
Cuando encontramos a Rebeca y a Daniel, dos hermanos en sus veintes, recién habíamos superado Nealtican. Era el mediodía del domingo y ellos creían que aún restaban más de siete horas para llegar a Paso de Cortés.
Daniel llevaba una efigie de la Virgen María de unos 20 kilos, y más adelante —según me dijo— sus primos llevaban a las espaldas otras 10 figuras, una por cada familia que había decidido peregrinar aquel año. El sol plomizo caía sin contemplaciones y ellos parecían agobiados en medio de aquel fulgor. Daniel no iba a pedir nada a la Virgen, sólo a agradecerle.
—¿Por qué decidieron caminar a esta hora? —les pregunté.
—Porque es mucho menos peligroso —me contestó Daniel—. Por la noche hay asaltantes y hay mucho riesgo. El mayor de todos son los autos.
Algo sabía Daniel sobre los riesgos, porque esa misma tarde habían asaltado a un grupo de peregrinos que recién habían salido de Atlixco y se disponían a tomar la ruta hacia Paso de Cortés.
Una hora más tarde, cerca de Xalitzintla, Luis me dijo exactamente lo mismo: que caminaba de día, aunque el sol cegara, porque temía ser atropellado o asaltado. Luis era jardinero, tenía sólo 28 años pero 12 en la ruta migrante. Viajaba junto a sus cuatro hijos y sus primos.
En la ruta peregrina el riesgo parece siempre ajeno. En el rugido de los automóviles que arañan el asfalto y pasan rozando los cuerpos de los peregrinos, o en los asaltantes que acechan entre las sombras. La duda nunca anida en el cuerpo —en su vigor, en su resistencia—.
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Caía la noche cuando regresábamos de vuelta a través de la ruta. Dejamos el sendero arenoso de Xalitzintla y Paso de Cortés, y desfilábamos a lo largo de la carretera entre los campos de maíz.
Los migrantes eran sombras discernibles entre los faros del carro sólo cuando ya estaban demasiado cerca. Algunos llevaban linternas que agitaban vehementemente en medio de la noche. Los carros rozaban sus cuerpos, sin reducir la marcha lo más mínimo. Aquella imagen me pareció cargada de una fatalidad insoportable. Una fatalidad mecida por la fe.
Tomé mi libreta y, entre las sombras y el trajín del auto, anoté:
“Un peregrino es un minúsculo foco de luz balanceándose bajo la noche a un costado de la carretera. Un peregrino es una efigie de la Virgen levitando sobre el camino. Un peregrino es un albañil, un jardinero, un conductor de Uber. Un peregrino es una niña de 11, un adulto de 40, un anciano de 80. Un peregrino es un migrante. Un peregrino es”.