Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río
Érase una vez un hombre que vivía en una casa de campo y tenía dos perros buenos y fieles.
Cada uno cumplía una función muy diferente. Uno de ellos, negro y de cuello largo, era el que acompañaba al dueño cuando se iba de cacería, mientras que el otro, algo más pequeño y de color canela, se ocupaba de vigilar la vivienda para que no entrara ningún ladrón.
Al perro cazador le gustaba salir de cacería, pero siempre acababa agotado y con el cuerpo lleno de magulladuras y raspones. Su misión era ir unos metros por delante de su amo, oteando el horizonte y olfateándolo todo por si percibía algún movimiento extraño detrás de los arbustos. Cuando notaba que en ellos se ocultaba algún animal despistado como un conejo o una perdiz, daba la señal de alerta con un ladrido y salía corriendo para intentar capturarlo.
No, no era un trabajo fácil. A veces se pasaba horas y horas sudando la gota gorda para nada, pues al llegar la noche no había conseguido atrapar ni una mosca.
En otras ocasiones, por el contrario, pensaba que el esfuerzo había merecido la pena porque regresaban a casa con tres o cuatro magníficas piezas ¡Qué orgulloso se sentía cuando su amo le felicitaba con unas palmaditas en el lomo!
—¡Buen chico! ¡Eres el mejor perro cazador que he visto en mi vida!
Su compañero, el perro guardián color canela, siempre salía a recibirlos moviendo la cola y dando brincos. Como buen animal de compañía que era, se ponía muy zalamero con su dueño y se le tiraba al pecho para darle lengüetazos en la barbilla. Después, el hombre se dirigía a la cocina, abría la bolsa y les regalaba una presa.
—¡Tomen, chicos, una para cada uno que a los dos los quiero por igual y así no hay peleas!
Como es lógico, al perro casero le parecía el mejor obsequio del mundo, pero al perro cazador no le hacía gracia, pues no le parecía justo recibir el mismo regalo cuando solamente él había trabajado durante toda la jornada.
Un día se hartó y le dijo a su amigo:
—¿Sabes qué? ¡Me siento muy ofendido por lo que está pasando! Yo me paso las tardes enteras cazando mientras tú te quedas aquí tan tumbado tomando el sol.
Su amigo le contestó sin mover ni un músculo y como si la cosa no fuera con él.
—Reconozco que tu trabajo es muy duro y en cambio yo ni me canso ni me muevo ni me altero. Lo mío es comer y roncar ¡Es facilísimo!
El perro cazador se enfureció.
—¿Y a ti te parece bien? Yo corro, salto y ladro durante horas, y sudo la gota gorda mientras tú duermes a pierna suelta. No sólo es injusto sino que, encima, nuestro amo nos lo agradece por igual dándonos el mismo regalo, cuando soy yo quien ha hecho todo el trabajo ¡Yo me lo merezco, pero tú no!
El perro guardián meditó sobre estas palabras y le contestó con la misma parsimonia.
—Amigo, tienes toda la razón.
Al perro cazador le hervía la sangre. “¡Pues claro que la tengo!”
El tranquilo perro guardián, ya fastidiado por las recriminaciones, le contestó:
—¡Sí, la tienes, pero si quieres quejarte, quéjate ante nuestro dueño, porque yo no tengo la culpa! Él fue quien, en lugar de enseñarme a trabajar, me enseñó a vivir del trabajo de los demás ¡Yo solamente cumplo órdenes!
*De fábula a fábula, ésta, del propio Esopo, me parece más ilustrativa del momento que vivimos.
**Versión de la fábula: Cristina Rodríguez Lomba.