La Mirada Crítica
Por: Román Sánchez Zamora / @RomansanchezZ
La planta se movía… le llovía… el fondo no importaba… el fondo se fraguaba en diferentes escenarios de acuerdo al ánimo… en ocasiones era una selva, otras veces era parte de un jardín donde un niño corría al fondo; en otras era su pueblo donde la niña dejaba de ver la planta cuando su abuelita le cogía la mano y le llevaba a la iglesia.
–Un día la plantaré en el jardín del pueblo, sus ramas no encontrarán límite y allí descansaré, y allí volveré a soñar –Erika eso decía…
–Señorita Gómez –le gritaban al fondo del corredor y su sueño se esfumaba. La humedad, el calor, el sentido de soledad le llegaba a pesar de que ella compartía su espacio con otras ocho mujeres.
–¿Readaptarnos? ¡Caray! Sí que es una frase que vende, pero que nada es real –le dijo su compañera al ponerse el cigarro en la boca, un cigarro que nunca encendía, que sólo se lo ponía en los labios y que había jurado nunca fumar, luego que su padre muriera a casusa de salir de casa por unos cigarros.
–Dame los mismos de siempre.
–Claro, don Carlos.
Sonó su celular y alertó a los asaltantes que minutos después corrían sobre la avenida, no sin antes dejar una navaja en el cuerpo de Don Carlos.
Gaby, la compañera de Kika, Erika, que así le identificaba desde niña, dejó el cigarro.
–¿Sabes qué día es hoy?
–¿Otra vez?
–Sí, Gaby, cuenta la historia un millón de veces, dos millones, la escucharé, este sitio no readapta a nadie, sólo nos hace más viles de nuestra soledad ni nos hace pensar en lo que hicimos, sólo nos hace ser una parte negra que la sociedad no quiere ver. Gaby, cuéntanos –dijo Kika.
–Mi padre era bueno, era un buen tipo, daba sus clases y no se metía con nadie, sólo quería un cigarro como todas las noches y lo fumaba en la calle para que mi mamá no se molestara ni dijera que el sillón olía a esa porquería –suspiro. Se secó las lágrimas.
–Era el Pepe Toño, siempre lo supe, ese mal nacido, sólo era su envidia y porque una vez quiso ser mi novio y no lo acepte. Pero, ¿mi papá qué culpa tenia? Ella se puso de rodillas y abrazo el suéter que cada año sacaba de su bolsa, uno amarillo, ese que su padre siempre se ponía en las noches cuando salía por su cigarro.
–Dos meses después lo vi, estaba de espaldas, y, ¿cómo una mujer puede contra 120 kilos de hombre? Suspiro profundamente y el llanto se escuchó por toda esa cárcel.
–Pinche Gaby, sí que eres única, me dijo al voltear, al reconocerme, al saber que era mi venganza, desde ese día, desde el día que la tierra tapó a mi padre juré en vengarme y todos los días cargaba ese cuchillo de “Rambo” que mi padre adoraba, sólo la rabia de verlo, sólo el verlo me motivaba todos los días ver a ese Pepe Toño –dijo Gaby; abrazó a Kika.
–Por Dios, amiga, yo era buena, pero mi sangre, mi ánimo, mi vida no fue la misma ese día, entre más se retorcía del dolor, más yo sentía el placer de la venganza, era mi papá el único motor de mi vida y me lo quitó, sabía que era mi padre y aun así lo mataron –gritó y todas guardaron un silencio, un silencio de respeto y de tristeza.
–Ya no llores, Gaby. Sabes que eres mi mejor amiga.
–Te confieso que desde ese día, el camino a casa ya no fue el mismo, el sabor al café, el baño de agua fría, nada fue igual. ¿Por qué no estás ahora, por qué no estás ahora para abrazarte bien fuerte viejo lindo, y escucharte viejo hermoso? Dijo casi para sí, y volvió a abrazar ese suéter.
La sociedad del espectáculo (Guy Debord, 1967), la sociedad que busca ser vista y dejada en la soledad de las redes sociales, redes cibernéticas que nada valen y nada cuestan más que su publicidad, lo importa a lo efímero, al que es el imperio de lo efímero (Lipovetsky, 2013).
Todos atentos a un supuesto progreso, cuando son parte de lo que ese progreso, en lugar de incluir a la gente, los excluye por razones desconocidas, y entonces lo pone como un ideal, ser felices hasta alcanzar esos niveles o formas de vida, el cual no explica el auto sacrificio de exclusión para lograrlo. (Bauman, 2017).
Lo presunto de lo culpable, el presunto de lo inocente, no de acuerdo al valor del delito que de por sí ya esa subjetivo en razón al interés del poder judicial, sino al interés y habilidad del abogado y de sus cuotas, el sujeto, está muy lejos a una justicia, pues no hay razones puras de lógica jurídica para saberlo. (Kant, 2018).
¿Cómo hacer justicia ante los principios cavernarios de encerrar por todo, privar de libertad por el robo de un huevo, o por el magnicidio más irreverente?
–¿Cuánto vale la vida de un padre?
–No lo sé.
–La vida de mi padre vale más que mi vida, que mis sueños, que estas lágrimas, que el mismo sistema que no sabe cómo sacar justicia de una hija que llora todos los días a la que le han arrebatado –gritó Gaby, y lloró durante muchos minutos, hasta los guardias esa noche lloraron, pues ni ellos sabían si sus vidas o sus trabajos valían la pena, pues sólo eran parte de un sistema de justicia caduco y que se pudre en las manos del país.