Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río / @beltrandelrio
Todavía recuerdo su nombre de pila, pero su apellido se me perdió en la memoria.
Se llamaba Pablo. Era bajito y moreno. A veces coincidíamos en el camión que iba de la entonces ENEP Acatlán a la estación del Metro Chapultepec.
Éramos compañeros de clase en la licenciatura de Periodismo en esa escuela, hoy facultad de la UNAM.
Pablo siempre llevaba el mismo suéter tejido, una camisa limpísima y bien planchada, pantalón de vestir y botas de obrero. De la universidad, él se iba a una fábrica, a cumplir un turno de ocho horas. Yo me iba a mi casa, a hacer tarea y estudiar.
Aunque yo no estaba entre los estudiantes más privilegiados de Acatlán, había un mundo de diferencia entre Pablo y yo.
La UNAM era un gran igualador social. En el mismo salón podían coincidir un obrero como Pablo y un clasemediero como yo. O eso pensaba.
Un día, a mitad de la carrera, Pablo dejó de ir a clases. Me di cuenta cuando no apareció más en la fila del camión. Con otros estudiantes pasó lo mismo. De los más de 80 que comenzamos la carrera, debieron recibirse unos 20.
En el caso de Pablo, su deserción me pareció una lástima. Aunque no participaba mucho en clase, era muy buen alumno.
Años después, me lo encontré en los pasillos del Metro Balderas. Yo iba hacia una entrevista. Él venía cargando un morral con herramienta. Obvio, lo interrogué sobre por qué no terminó la carrera. “Ibas muy bien, ¿qué te pasó?”, le pregunté.
Me contó que había tenido que tomar otro trabajo porque de su ingreso vivían su madre, viuda, y sus hermanos. Por eso había desertado. “No sé ni cómo terminé la prepa”, repuso, alzando los hombros.
“Todavía puedes regresar, le comenté. “Ve a Servicios Escolares. No dejes la carrera trunca”.
Nos despedimos con un abrazo. No volvería a verlo. Camino a la cita me acordé de mis años en la UNAM. Todos nos beneficiábamos de la educación prácticamente gratuita (20 centavos por semestre), aunque algunos hubiéramos podido pagar algo más.
Si Pablo hubiese tenido una beca, estoy seguro que habría terminado sus estudios. La ironía es que el estacionamiento de Acatlán estaba siempre lleno y de buenos coches, algunos del año. Hacia el final de la carrera, yo mismo dejé de tomar el camión e iba a clases en mi primer auto, un vocho modelo 1978.
Para ser un verdadero igualador social, la educación universitaria no debiera ser gratuita para todos. Debiera tener un costo para los alumnos cuyas familias puedan pagarla –o pagar algo– y también para quien, con esfuerzo nulo y rendimiento mediocre, decide no aprovechar la oportunidad de estudio que se le está dando. Y debiera no sólo ser gratuita, sino también ofrecer beca a los estudiantes de bajos ingresos y dedicados, como Pablo, que hoy se ven obligados a trabajar mientras cursan la carrera.
Por eso me parece lamentable la discusión sobre la gratuidad de la educación superior que se está dando en el Congreso con motivo de la iniciativa para echar abajo la Reforma Educativa que presentó el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Bien hizo el secretario general de la ANUIES, Jaime Valls Esponda, en advertir sobre el boquete que crearía en las finanzas de las universidades públicas estatales la eliminación de las cuotas que cobran ante la falta de un presupuesto suficiente.
Como publicó nuestro diario el domingo pasado, con la gratuidad de la educación superior que se establece en la iniciativa referida, las universidades públicas dejarían de recibir 13 mil millones de pesos.
La gratuidad que pretende el gobierno federal afectaría académicamente a todos los alumnos. Es demagógico impedirles cobrar cuotas sin un aumento en su presupuesto que sea equivalente. Pero, además, la gratuidad universal es una equivocación por las razones mencionadas. Sólo asegurará que los estudiantes con recursos puedan seguir estudiando sin exigir, a cambio, un rendimiento escolar aceptable y sin poder garantizar que quienes egresen de las aulas conseguirán empleo.
Ante la exigencia válida, planteada por Valls Esponda, para que se aclaren las dudas sobre la redacción de la iniciativa, el subsecretario de Educación Superior de la SEP, Luciano Concheiro Bórquez, sólo alcanzó a cantinflear en defensa de la posición del gobierno.
“La gratuidad y la obligatoriedad (de la educación superior), yo les diría que sí tenemos pensado lo que esto significa, por supuesto es una limitante, pero es un compromiso en el, digamos, transitorio octavo, se habla de gradualidad, pero precisamente porque en términos responsables lo que nos proponemos es cumplir este aspecto e irlo construyendo, pero representa efectivamente una política que no puede ser de Gobierno, sino que tiene que ser de Estado”.
Más honesto sería decir que lo prometieron en campaña sin reparar en los efectos que tendría.