Bitácora
Por: Pascal Beltrán del Río / @beltrandelrio
El relato del colega Daniel Blancas Madrigal es estremecedor. El reportero del diario La Crónica fue a meterse en la boca del lobo. Casi le cuesta la vida, pero regresó con una descripción precisa de una de las zonas del país donde el Estado no existe o es, en el mejor de los casos, una simple caricatura.
Lo que cuenta no ocurrió hace años. Fue apenas el viernes pasado. Dos semanas después de la explosión de Tlahuelilpan, Hidalgo, que mató a casi 130 personas. Y tampoco muy lejos de ahí. Entre San Primitivo, el lugar del flamazo, y Santa Ana Ahuehuepan hay apenas 21 kilómetros.
Blancas cuenta que llegó a esa última población, ubicada en el municipio de Tula, la tarde-noche del 1 de febrero. Tenía la encomienda de su diario de buscar a las familias a las que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere convencer de renunciar al robo de combustible mediante su inscripción en el padrón de alguno de los programas sociales que ofrece su gobierno.
El reportero dice que detuvo su vehículo frente a un muro donde alguien había pintado “No al gasolinazo”. Apenas acababa de tomar la foto y se disponía a arrancar cuando vio bloqueada su marcha por tres vehículos. Desde uno de ellos, le apuntaban con un rifle.
Después de exigirle que les dijera qué hacía ahí –como si se hubiera extinguido la libertad de movimiento–, dos de los hombres que cercaron a Blancas lo bajaron violentamente de su camioneta. Luego lo sometieron y lo revisaron como si fueran policías. Un tercer individuo, encapuchado, le dijo que se iba a morir.
Para cuando logró identificarse como periodista, estaba rodeado por diez pelafustanes. En plena carretera, a la vista de todo mundo, en una zona por donde circulan vehículos militares, lo subieron a la parte trasera de la cabina de una pick up oscura. Con la camioneta en marcha, le pusieron una bolsa en la cabeza que no lo dejaba respirar. Uno de los captores lo tenía atenazado por el cuello y le exigía que le contara qué hacía en Ahuehuepan.
Se trata del mismo poblado donde, el fin de semana previo a la explosión, habitantes detuvieron y golpearon a soldados que iban en persecución de presuntos huachicoleros. Por esos hechos no hubo un solo detenido. Los militares salvaron la vida de milagro. Daniel correría con la misma suerte.
Durante el interrogatorio, se enteraría que no fue la foto de la pinta la razón por la que lo habían levantado, sino otra, la que tomó de unas cruces donde habían matado a dos huachicoleros, en el poblado de Pedro María Anaya, a cinco kilómetros de ahí, en el extremo norte de la presa Endhó.
La anécdota revela la forma en que los criminales tienen vigilada la zona. No hacía falta, pero se lo confirmaron: “Tenemos hombres por todos lados”.
Ya había caído la noche cuando lo llevaron con el jefe de la banda, que lo recibió con puñetazos. “Te va a llevar la chingada”, le advirtió. Nuevamente lo obligaron a identificarse y lo fotografiaron.
“Te voy a dar una oportunidad”, le dijo por fin el hombre, también encapuchado, quien portaba un arma de alto poder. “Quiero que te largues del estado, no quiero verte nunca por este rumbo. Si te vuelvo a ver, ya no lo cuentas”.
El secuestro, que había durado media hora, había concluido. Pero antes, le dieron instrucciones precisas para salir de la zona. “Si volteas, te mato” fue la última de ellas.
La crónica que escribió Blancas finaliza así: “A las 19:22 horas, hui de esa región salvaje, sin ley, donde se reporta menos robo de combustible, pero se mantiene intacto el control de la delincuencia organizada, aquella a la cual se ha presentado la bandera de la paz, porque la guerra contra el crimen ha terminado”.
Los hombres que secuestraron a este periodista, a sólo 100 kilómetros de la Ciudad de México, le dejaron un mensaje inequívoco para el mundo. “Aquí mandamos nosotros”.
A 17 regiones como esa acaban de mandar a más de 10 mil elementos de las fuerzas federales –600 a cada una– como parte de un operativo extraordinario contra la violencia criminal. Será una buena noticia si con ello se logra contener la ola de homicidios que se ha abatido sobre ellas desde principios de año.
El problema es que a esos soldados, marinos y policías federales los mandan sin armas largas. Como un “ejército de paz” para hacer frente a unos hijos de la chingada –ellos sí, armados hasta los dientes– en cuyas manos está la decisión de si una persona vive o muere. Ellos mandan allí y difícilmente un programa social va a cambiar esa situación.