Receso. El encuentro con la virgen morena trae a miles de caminantes a la ruta que cortés tomó hacia Tenochtitlan hace medio milenio, en la helada falda del popo. Aquí se detienen a restaurarse y se juntan los hilos de muchas vidas; un puñado imperdible de ellas, en estas líneas e imágenes
Por: Mario Galeana / @MarioGaleana_
Foto: José Castañares
SANTIAGO XALITZINTLA.- Cuando Héctor me dijo que la Virgen de Guadalupe pesaba lo mismo que los pecados que uno había cometido, preferí no hacer el intento de cargarla.
Él y Roberto habían caminado sin parar más de 52 kilómetros desde San Andrés Cholula hasta Paso de Cortés, en el Parque Nacional Izta-Popo Zoquiapan, donde se detuvieron para curarse las ampollas. Ahí desamarraron el par de estatuas que cargaban en sus espaldas, y esperaron sentados hasta que el resto de su grupo llegara.
Habían salido la madrugada del 8 de diciembre, y les faltaba al menos dos días de camino a pie para llegar a la Basílica de Guadalupe. Si no ocurría nada extraordinario, me dijo Héctor, estarían frente a la Morenita la noche del 11 de diciembre.
—El año pasado la Virgen sí me pesó. Pero este año me porté bien. Me siento bien. Ya falta menos para estar frente a ella.
Un par de horas atrás había amanecido sobre Paso de Cortés, aunque los rayos de la mañana no batieron las nubes grises. Era un día iluminado, pero sin sol. El viento frío le rozaba a uno las mejillas como cuchillos sin filo.
Tumbados alrededor de Héctor y Roberto, otros 50 peregrinos dormían o descansaban. En sleeping bags, en casas de campaña, sobre sarapes sucios, entre cualquier cosa que ayudara a mitigar el frío.
Incluso la mota. Un abundante tufo de hierba flotaba alrededor de nosotros. Venía de una pequeña casa de campaña, donde cuatro muchachos y una joven parecían dormitar. Afuera, un muchacho moreno, con los ojos enrojecidos, compartía un carrujo con un hombre canoso, de barba rala, tumbado sobre su mochila y con la vista hacia el cielo.
—Están quemando muy cabrón ¿no?
—Pos pa’l frío —me contestó Roberto, hombre de pocas palabras. Llevaba al menos 15 minutos cosiéndose las ampollas sin hablar.
—¿El frío es lo más difícil del viaje?
—Nada es difícil en este viaje.
Y me miró en forma de regaño. Después, Héctor me explicó que Roberto es disciplinado.
Su padre le enseñó a peregrinar cuando era un chiquillo de once años y, hasta ahora, a sus 35, no habían dejado de asistir juntos a la Basílica un solo 12 de diciembre.
En octubre de este año, el cáncer enterró a su padre. Pero Roberto no dejó de peregrinar.
***
Aquí, Hernán Cortés y sus soldados asesinaron a cientos de lugareños. El hecho se recuerda como “La matanza de Cholula” y ocurrió en octubre de 1519.
El conquistador venía de establecer una alianza fructífera con los tlaxcaltecas, a quienes previamente había vencido. Sólo Cholula se interfería en su camino hacia la gran Tenochtitlán. A los oídos de Cortés llegó el rumor de una posible trampa orquestada por los habitantes. No dudó y masacró a cientos de ellos, hasta que algunos sacerdotes pidieron clemencia.
Después de la matanza, no hubo pueblo que se atreviera a “interponerse en su camino”, escribe Gloria M. Delgado de Cantú, en Historia de México. Legado histórico y pasado reciente.
El 1 de noviembre de aquel año, Cortés inició su camino hacia Tenochtitlán. Decidió cruzar por el camino más corto, aunque no el más sencillo. Subió por un sendero donde el Popocátepetl y el Iztaccíhuatl, héroes y amantes de viejas batallas, se alzaban a los costados. Al bajar, Cortés vio el esplendoroso Valle de México. E inició el fin de la conquista.
Ese sendero hoy lleva por nombre Paso de Cortés, en el Parque Nacional Izta-Popo Zoquiapan. Las pisadas de guerra ya no resuenan sobre su suelo. En cambio, cada 8, 9, 10 y 11 de diciembre se oye La Guadalupana como disco que no cesa.
En la cima del sendero hay un pequeño refugio para alpinistas, aunque hoy se encuentra lleno de guadalupanos que dormitan sobre el piso o hacen fila para el baño.
Afuera hay camionetas, fogatas y más peregrinos durmiendo. Algunos aprovechan para tomar café, morder un pan, curarse las heridas, pensar.
El Paso de Cortés es una suerte de aliciente en su travesía hasta el Valle de México. El aire pasa por los pulmones fresco, liviano. Los volcanes se extienden como postal contra el olvido. Y luego el camino sigue. Siempre.
Con suerte, el próximo año uno volverá a subir el mismo paso.
***
No saben qué les dio por repartir cemitas y café gratis, pero aquí están. Llevan dos veces consecutivas y, por el alborozo que causan, parece que la tarea se repetirá por años.
Vienen, todos, de la junta auxiliar de Santa María Acuexcomac, en San Pedro Cholula. Son una veintena de hombres y mujeres, primos, cuñados, concuños, hermanos y amigos.
Tres de ellos acceden a hablar intercaladamente, entre que gritan a los peregrinos que hay café y cemitas, y entre que se mofan unos de otros.
El primero en hablar es Refugio, a quien el gorro gris le cubre prácticamente los ojos.
—Nomás nos dio la voluntad de regalar. Este año es la segunda vez que lo hacemos.
Y luego va y sirve desde una jarra café hirviendo a los peregrinos que van llegando a Paso de Cortés. El siguiente es Eduardo, quizá el más burlón de todos.
—¿Milagros? No, no necesitamos milagros. O, bueno, digamos que la Virgen sí nos ha dado algo para venir acá y repartir comida. Pero es sólo trabajo, salud, familia y vida.
Y, como Refugio, va y se pierde entre la veintena de muchachos y muchachas. Porque, hay que decirlo, son principalmente jóvenes que no rebasan los 35 años de edad.
—¿Y tú, Roberto, a qué te dedicas?
—Al campo, campesino.
—¿Y sale?
—A’i más o menos.
—¿Qué siembras?
—¡Mota! —interrumpe Eduardo, quien va y viene entre la risa de los demás.
—Amapola —añade Refugio.
—Frijolito, maíz, verduras —responde, por fin, Roberto.
—¿Qué es lo mejor de la peregrinación?
—El frío —me dice Eduardo. Y yo, que llevo puestas dos chamarras, suéter, gorro, y que maldigo el no haber traído un par de guantes, me siento burlado entre ellos, que acaso traen un solo abrigo.
—¿Y lo peor?
—No hay “lo peor” —completa, entre los movimientos de aprobación de los demás.
—No, no, no —rebate Refugio.
—Lo peor es que les tenemos que rogar para que nos agarren las cosas que traemos.
Los demás vuelven a reír. Antes de despedirme, me sirven café en un vaso de unicel y guardan dos cemitas en las bolsas de una de mis chamarras. Dos horas más tarde, de regreso a Puebla, morderé una de ellas y el queso de puerco sabrá delicioso.
No son los únicos que reparten comida gratis entre la peregrinación. Fernando y su familia lo han hecho desde hace cinco años. Ellos vienen desde Amecameca de Juárez, en el Estado de México, sólo para calentar el aliento de peregrinos a base de café, que les ha quedado un tanto insípido, pero reanimador.
La ruta de los peregrinos que salen de Puebla hacia la Basílica de Guadalupe inicia en Cholula. Después se llega a Nealtican, San Nicolás de Los Ranchos y, al final, Santiago Xalitzintla, la localidad poblana más cercana al volcán Popocatépetl.
Un sendero empedrado indica el inicio de Paso de Cortés, y el punto más alto de la cuesta, donde los volcanes están más cerca de la mirada, señala el principio del descenso hasta el Valle de México, donde el primer municipio al que se llega es, precisamente, Amecameca de Juárez.
Fernando dice que comenzó a repartir café y pan sin costo a los peregrinos después de que supo los precios que mantenían los comerciantes que se apostaban sobre la ruta de peregrinación. Por una coca-cola, dice, cobraban 30 pesos. Por una torta, 50.
El año pasado casi se pelea con uno de ellos. El comerciante le dijo que se alejara, que la gratuidad de su café y su pan le arruinaban el negocio. Ni modos, le contestó.
Lo único que le molesta de los peregrinos es el río de unicel, cartón y hasta latas y botellas de cervezas vacías –porque también hay puestos de alcohol– que dejan a lo largo del Paso de Cortés. A veces los persigue con una bolsa negra de plástico, hasta que los otros reaccionan y recogen su basura.
Pero la labor de agacharse a juntar los desechos de miles de guadalupanos es imposible para un solo hombre y su familia.
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Pues yo soy José Torres y tengo 60 años. Nací en el Barrio de El Alto, allá en la capital, pero a los 20 años me fui pa’ Texas, del otro lado. Desde chamaco venía a las peregrinaciones con mis hermanos y toda la banda. Ahora vengo solo porque, desde que me deportaron y volví a Puebla, en el barrio ya no encontré a nadie. Muchos se murieron y otros muchos corrieron. Cuando era chamaco me pegaba con la bola de los grandes y me venía a la peregrinación. Aguantaba desde chiquito, claro.
Don José habla entre bocados de una cemita que alguien acaba de regalarle. Lleva una gastada mochila de espinista y un sarape. Los ojos vidriosos, los pelos de la barba canosa, y el tono cantado que caracteriza a los pipopes de barrio.
Porque déjame decirte que también subí al Popo, al Izta, a la Malintzi, al Nevado de Toluca, al Pico de Orizaba. Teníamos 15 años, otros 20, y los mayores 24. Éramos un chingo de cabrones, la verdad. Acá, en el Paso de Cortés, cotorreábamos y luego ya bajámos al Estado de México. Así estuve hasta los 20 años y me fui al otro lado a trabajar, aunque también de cabrón y de aventura.
Y no, no me dio miedo. Nomás dije ‘me voy pa’ Houston’, y me arranqué. La frontera, eso sí, está regacha. Pinche racismo del mismo mexicano está duro. Mexicanos contra los mismos mexicanos. Antes no había tanto mugrero. Si lo agarraban a uno, lo aventaban nomás al puente. Me podían agarrar 40 o 50 veces en el mismo día, y no te encerraban.
Ahora sí. A mí, en total, me regresaron, fácil, como 15 veces. Pero ahora te investigan.
Trabajé pintando carros y tuve dos mujeres mexicanas, pero nacidas allá. Yo no quería regresarme, pero me botaron. Me detuvieron en McAllen, Texas, y me metí en problemas con un policía. En la discusión resultó que lo ataqué, que la chingada. Y tómala: bote. Allá es tu palabra contra lo que diga un pinche policía. No les ganas. Me dieron 30 meses en la cárcel, y después me botaron. Bye, bye. Me trajeron hasta Puebla directamente en avión. Y puff, pa’ qué te explico, todo cambiadísimo en el barrio.
Don José no se detiene para tomar aliento. Cada oración la acompaña con acompasados movimientos del cuerpo. Si hay que hablar de la frontera, se agazapa en sus rodillas y mueve los ojos como si se ocultara de alguien. Si hay que hablar de policías gringos, endurece los puños.
Pero hasta eso, fíjate que es más difícil la peregrinada que cruzar la frontera. Allá nomás hay que ponerse cabrón con los borders. Y córrele y escóndete. Aquí se camina mucho más. Yo recordaba que cada 8 de diciembre íbamos con la Virgen. Hace rato que salí quise invitar a mis hermanos y a algunos primos que aún viven, pero no, pinches jotos no quisieron venir. Chinguen a su madre. Yo la hago solito.
Don José al fin para. Algo le ha movido los recuerdos y los gestos. Respira hondo. Mira al Popo.
Acá cotorreábamos. Qué cosas, ¿no? Allá puse un bote, un bote de chiles, y le metí una veladora. A la memoria de todos los que ya se murieron. Éramos un chingo de cabrones. Qué cosas. Mira, ahí está el Goyo (el Popocatépetl). Desde abajo se ve gigante, el hijo de su chingada madre. Y no. Míralo: no está gigante. ¡¿Cómo no avienta un flamazo y nos mata a todos?! O mejor no. Y tú, ¿qué? ¿En qué trabajas? ¿Qué periódico me dijiste?
***
Este el tercer año que Víctor Hugo camina desde La María, una de las colonias periféricas de la capital de Puebla, hasta la Basílica de la Virgen de Guadalupe, en el Distrito Federal. Dos años atrás cargó una estatua de la Virgen, pero hoy sólo lleva encima algunas miradas azoradas de guadalupanos sorprendidos por el tufo de mota.
—Desde los 16, carnal, desde los 16 años ando peregrinando. Ya sabes lo que es la vida. Te lleva a hacer muchas cosas.
Víctor Hugo se lame los dedos y con las puntas sostiene una bacha que pronto se hará cenizas sobre el viento. El olor de marihuana atrajo a Raúl, un hombre de 50 años que ahora alza la vista al cielo y sonríe para sí mismo.
—¿Entonces no son familiares?
—Nel —me dice Víctor Hugo.
—Nomás somos guerreros y en el camino nos encontramos. ¿Usted viene solo, don? —le pregunta a Raúl, antes de ofrecerme una botella verde de whisky. El frío hace segunda, pero desisto.
—Sí, vengo solo. Antes veníamos varios, pero este año no’más vine yo. Soy peregrino desde el 94.
—¿Seguiditos? —pregunta sorprendido el muchacho de ojos rojos, y uñas mordidas.
—Seguiditos.
—¿Y la mota para qué? —interfiero en la conversación.
—Para agarrar ánimos, carnal.
—Todo se ve más chido. El volcán. El paisaje —añade Raúl.
Víctor Hugo cuenta que trabaja en la fábrica de Italpasta, en Puebla. Envasa harinas y su trabajo lo mantiene “movido” todo el día. Hoy viene acompañado de cuatro amigos y una muchacha. Duermen al interior de la casa de campaña.
Raúl, que viene desde Cuautlancingo, dice que se dedica a todo: “macuarriada”, jardinería, albañilería. Y narra también que visita a la Virgen porque la devoción fue un regalo de su madre a sus cinco hermanos y a él mismo.
Víctor Hugo saca una pequeña caja blanca, donde hay tres porros de mariguana largos y anchos. Prende uno.
—¿Y cómo van? ¿Se sienten bien?
—Ahí vamos, carnal. Ni me reviso los pies, porque hasta pánico voy a tener.
—¿No te dicen nada por andar quemando?
—No. La banda es peregrina. ¿Te quieres dar un atizón? Al tiro, ¿eh?, porque ésta es la que mató a ChicoChico.
***
La técnica para curarse las ampollas, me dice Héctor, es meterse un pedazo de hilo a la piel y dejarlo ahí hasta que el cuerpo mismo lo expulse. Las orillas del hilo se queman de los bordes y se añade un poco de alcohol. Si la ampolla se llena de líquido otra vez, éste saldrá por el hilo.
Me explica después de que me he puesto en cuclillas para ver los siete hilos que cuelgan del pie de Roberto. Quise preguntar si su padre le enseñó a curarse los pies, pero simplemente no pude.
Roberto y Héctor son amigos, y desde hace unos cuantos meses también socios. Crearon una distribuidora de alimentos para animales, pero la muerte del padre de Roberto ha detenido la marcha del proyecto.
Esperan sentados a que el grupo de 40 sanandreseños que decidió acudir este año a la Basílica los alcance hasta la cima de Paso de Cortés, y entre ratos ríen al ver al muchacho y al señor que fuman mariguana frente a ellos.
—Pa’ andar bien chido —le comenta Roberto a Héctor, y ríen en silencio. Frente a nosotros también pasan algunos hombres y jóvenes con estopas pegadas a la nariz, y los ojos mirando hacia la nada.
—¿Qué es lo mejor de estar frente a la Virgen? —le pregunto a Roberto.
Guarda silencio y enfunda sus pies entre calcetas. Se pone los tenis y pisa para comprobar que el método de curación ha servido.
—Cómo te digo… se siente chingón. Es como si a uno le aliviaran las ampollas en un instante. Pero no son todas las ampollas, sino todo el cuerpo. El alma. Todo.
—¿Sabes qué sentía tu papá?
—Esto. Esto mismo que acabo de decirte. Por eso íbamos cada año.
—¿Lo extrañas?
—Sí. Pero ahora que llegue a la Basílica lo voy a ver. Estoy seguro.
Y ambos se despiden. Se atan nuevamente las estatuas de la Morenita en las espaldas y se reúnen con el resto de sanandreseños que va subiendo por Paso de Cortés, vestidos todos ellos con un fluoroscente pants naranja.
Al paso que van, estarán frente a la Virgen de Guadalupe poco antes de que la madrugada del 12 de diciembre caiga sobre sus cuerpos. Poco antes de que los recuerdos y ese halo invisible de fe les estruje los huesos.